lunes, 7 de marzo de 2016

La chica compañera del departamento me avisa por interno si estaré allí durante la tarde. Sin saber cómo se consigue mi número. Le digo que a partir de las dos. Era para ver si la ayudaba con una maleta grande, puesto que venía de ver a su familia del sur. Me llama cuando está abajo. La ayudo. Mientras subo me pregunta si tengo algún problema con el peso de la maleta. Por supuesto le digo que no, a pesar de que apenas me la podía. Le comento que deberían poner ascensor. Ella habla sobre una ley que dice que solo los departamentos de seis pisos para arriba deben contar con ascensor como norma. Ambos concordamos en que la ley debería bajar un par de pisos más. En eso se asoma un tierno gatito de su cartera. Dice que se llama "rain". Olvidé preguntarle por qué se llamaba así. Ya arriba, la chica agradece sin más y entra a su habitación. Le di otra vuelta a la ley del ascensor. Si esa ley fuera solo un piso más abajo, la chica no habría requerido mi ayuda. Probablemente no estaría escribiendo esto. Habría matado todo el romanticismo del asunto. Hay muchas otras cosas que requieren una pura ley para cumplirse. Este no fue necesariamente el caso. La inexistencia de esa ley nos permitió romper el hielo, para luego volver al encierro del espacio propio, cansados, desconocidos, pero al menos libres de concordar en algo por nimio que parezca. Si no hubiese sido amable en ese momento tampoco hubiera necesitado escribir. Simple fijación egocéntrica o necesidad de legitimar alguna clase de código. Sin embargo ¿Qué era lo que pretendía en el fondo? ¿La amabilidad por si sola o simplemente otra oportunidad para conocerla y conquistar su confianza? Ninguna de esas cosas deberían necesariamente excluirse, porque la realidad a veces se resume en eso: en una escalera, en una mujer y en una ley inexistente. Y también en un gesto en apariencia desinteresado.