miércoles, 17 de mayo de 2017

Con un amigo siempre filosofamos sobre nuestra situación sentimental, sobre nuestras desventuras en materia amorosa. Siempre llegamos a la misma conclusión: que ninguna de las mujeres con las que hemos estado nos ha amado realmente. Ni tampoco de ninguna nos hemos enamorado locamente. Nos planteamos que quizá todo eso tenga alguna explicación no solo circunstancial sino que incluso más allá, una suerte de karma que persigue, una cadena inevitable de causas y de efectos que siempre nos devuelve al punto de partida, solos y con el sabor a mal traer del fracaso, algo así como un sísifo que en lugar de una roca empujara un corazón que siempre se devuelve, deshecho. Nos surge de pronto una teoría, y después de haber leído por debajo a Houellebecq, obsesivo con el tema: que hay sujetos a los que les nace ese don de relacionarse, digamos, que en el fondo tienen una naturalidad única, un roce espontáneo para establecer lazos íntimos, duraderos, estables, no solo efímeros, y otros que sencillamente no califican como potenciales parejas, sujetos que por más que lo intenten siempre quedarán debajo de la mesa de la fiesta. Houellebecq era bastante radical al respecto. Lo relacionaba con el auge del liberalismo económico. En donde también había una desigualdad de índole afectiva sexual. Tipos que tenían éxito vs tipos que solo se dedicaban a auto complacerse. Un auténtico sindicato de solteros fracasados. Ya habría que pensar entonces en formar un partido de aquellos que no califican para el amor. Pero esa sería igualmente una maniobra absurda. Un andar en un círculo vicioso. La mujer que vendría a cambiarlo todo solo existe en nuestra fantasía, producto de una mezcla de pornografía y demasiada telenovela romántica. No es nada más que una sugestión. Lo que persiste es solo la cama deshecha y la añoranza de acabar con el vacío de una vez por todas. Porque, al final, no resta otra cosa que esa proyección ilusa en el otro sexo, y la sombra y el recuerdo que nos va dejando.
Confieso que de repente cuando ando por Av Brasil con Av Argentina, urgido, y el esfínter no da para más, paso a la casa central de la Católica, y acudo a los baños a echar la corta de forma gratuita y sigilosa. Pasar por ahí nuevamente, aunque fuese en calidad de transeúnte que usa su ex universidad como baño público, realmente provoca sentimientos encontrados. Sucede que a veces me encuentro con el baño cerrado por limpieza. Entonces comprendo la situación y regreso de vuelta a la calle. En una de aquellas ocasiones me topo con los viejos auxiliares de aseo, seres silenciosos, inadvertidos entre toda la fachada educativa pero estoicos en su labor, quienes en la práctica ya habrían sacado más de tres carreras en lo que hacen. Pero no existe una certificación burocrática para la labor del aseo. Ellos hacen la pega que nadie más quiere hacer. Sacan la mierda de los otros (en sentido figurado) de salas y pasillos, en los mismos sitios donde alumnos y profesores se debaten desde el código civil hasta las últimas disquisiciones teológicas. Cuántos secretos podrían contar de los otros. Cuánta basura y desecho de cada distinguido profesor y brillante estudiante podrían reclamar. Hay en ellos un misterio, y en cierta medida, también un tabú, una auténtica escritura en la sombra que pugna por salir. Sin embargo, no creo que ellos piensen en eso. Solo lo harían saber en cuanto a relato consuetudinario de sus días, en cuanto a mercenarios de la higiene, concepto que a ratos, entre tanta oportunismo, aparece como lo último del escalafón jerárquico, siendo que sirve en realidad como la verdadera práctica moral. Dime cuánto ensucias y te diré quién eres. De ese modo, ellos podrían perfectamente decir: "La alta cultura y el profesionalismo solo producen desecho. Su cultura es la cultura del desecho. Nosotros somos los verdaderos agentes de la cultura: sacamos la basura de la faz de la tierra". Se me ocurre esa declaración justo al momento de leer la noticia sobre la misiva que enviaron auxiliares de aseo de la U de Chile a la administradora del Campus Juan Gómez Millas, en la cual reclamaban el hecho de tener que sacar la mierda (ahora sí, en sentido literal) de los estudiantes, limpiar su orina, sus vómitos en los baños, inclusive hasta condones usados y ropa interior, emulando el hecho de estar en una casa de estudios prácticamente con el hecho de estar en un antro cualquiera, abogando por la libertad al ritmo de sus excrementos y eyaculaciones. Aquella declaración no puede ser más oportuna. La misiva podría haber terminado con la siguiente frase: "La basura es el otro rostro de la cultura".