domingo, 26 de mayo de 2019

Me declaro alguien medianamente desprendido. Ayer, por ejemplo, fui a botar una vieja frazada y una chaqueta de lluvia con telarañas al tacho de calle Carrera. Apenas hice el impulso para botar las prendas, un tipo me atajó in situ. El tipo caminaba en dirección opuesta al tacho, y, al parecer, había hurgado en él, sacando una bolsa plástica de dudoso contenido. “No bote eso”, dijo, pillándome con los brazos alzados y las prendas en el aire. “Mejor regálelo”. Lucía especialmente interesado en la chaqueta. “Pero está llena de telarañas”, le dije, insistiendo en deshacerme de ella (culpo a mi TOC por ese acto de desecho). Al tipo no le importó y, en cambio, estiró su brazo, demandante. Pasó por mi cabeza vendérsela, pero, renunciando a la tentación mercantil, fui consecuente con mi premisa inicial y me deshice de tan molesta chaqueta, regalándosela al tipo, de una vez por todas. La revisó encantado, la trajinó un poco, y luego se la colocó sin problemas. Regocijado con mi involuntaria muestra de generosidad, volví a la casa a buscar otras cosas más para desechar, entre ellas, algunas fotocopias inservibles. Mucha otra gente frecuenta aquel tacho de basura con la esperanza de reciclar alguna que otra cosa. Lo que uno desecha, otros lo recuperan. Se podría decir que el tacho de basura es el epicentro de cierto equilibrio clandestino, cierta política del despojo, merced al ejercicio del botar y el recoger. Lo que uno desecha se vuelve basura, pero deja de serlo en cuanto otros la recuperan. La basura no es lo desechado. La basura es únicamente la condición material del despojo.