sábado, 4 de julio de 2015



Siempre me ha parecido que aquellos que andan pregonando el sinsentido de las cosas son más bien unos privilegiados. Tienen el suficiente tiempo para perderlo en vociferar contra la existencia. La gente pobre ni siquiera conoce el nihilismo, no necesitan conocerlo, esa nomenclatura ya es un lujo de por sí. Los verdaderamente desposeídos no tienen el tiempo ni los recursos para andar execrando gratuitamente por allí. Su espíritu está demasiado ocupado tratando de subsistir, tratando de pensar en el próximo segundo, tratando de pensar si a la salida de su trabajo no caerán irremediablemente en un abismo. Son, en cierta medida, no optimistas, sino que solo vividores. Los que se dan el lujo de contemplar tienen cierta posición. Lord Byron fue también un romántico. Vicente Huidobro, que andaba tratando de romper la mímesis, connotado aristócrata. Y así también los surrealistas. Los otros, los de abajo, en su mayoría tienden a relatar el transcurso de sus días con otro sentido de la realidad, uno quizá más personal, uno en que se conoce y se vive el despojo de manera natural, no tanto como una postura estética. Sin ir más lejos, Buda, el príncipe, despertando a la iluminación a través de la miseria, de la muerte. A través de la conciencia. Y la conciencia nos vuelve unos cobardes, decía Shakespeare. Y es precisamente porque quienes pueden perderlo todo, pueden darse el lujo de volver a desearlo todo.