lunes, 5 de febrero de 2018

Ley Sophia, Ley de Talión: Apuntes sobre la pena de muerte


Ley de Talión: Ojo por ojo, diente por diente, de acuerdo a la lectura del Éxodo. Era la ley que sacaba a colación mi abuelo el martes pasado, a raíz de nada. Hoy en día cobra más sentido que nunca. Según el latín: lex talionis se refiere a un principio jurídico de justicia retributiva en el que la norma imponía un castigo que se identificaba con el crimen cometido. Es decir, a determinado crimen le correspondería no solo una pena equivalente, sino que una pena idéntica. 

La pena de muerte que hoy se discute en Chile (sobre el caso Sophia) sería en cierto modo una modernización de la ley de Talión. Pero he aquí el gran dilema moral: ¿Es esta ley justa o desproporcionada en relación a la naturaleza del hecho de sangre? Las redes se hallan divididas entre los que aprueban a rajatabla la reincorporación de la pena de muerte en Chile, y los que la desaprueban a favor de otra clase de castigos o de motivos razonables. 

A pesar de esta polaridad, las razones de cada bando son casi todas diferentes. Hay una tendencia mayor hacia la desaprobación, la cual se ha estado expresando de dos formas: una que argumenta la invalidez de la pena de muerte desde el punto de vista legal, aduciendo que no procede luego de su eliminación el año 2001, y que entraría en conflicto con una serie de tratados internacionales de derechos humanos; y otra forma, más visceral, casi siempre expresada en masa, que sostiene que matar al violador sería casi como “redimirlo”, que lo mejor sería aplicarle sufrimiento y endurecer la mano punitiva en su contra. 

Quienes apoyan la primera forma suelen concluir que en lugar de enfocarse en la pena es preciso mirar hacia la profilaxis criminal y desarrollar un método preventivo que procure estudiar el por qué sujetos como estos hacen esta clase de atrocidades, para luego, en un futuro, poder evitarlas de manera progresiva hasta su ideal erradicación. Conciben, en definitiva, la pena de muerte como una perpetuación de la cultura de la violencia, un círculo vicioso que solo agravaría el problema de fondo: la cruenta naturaleza humana al límite de la (in)moralidad. 

En cambio, aquellos que apoyan la segunda forma, curiosamente, siempre impulsados por un ánimo de indignación, son totalmente partidarios de la violencia, imaginando todo un itinerario sádico en contra del asesino, con tal de saciar la sed de sangre que ha provocado en el corazón de la familia. La muerte contra el asesino, darle la ley de talión, sería para ellos limitar el dolor inimaginable que ha causado en el mundo de la víctima. De esta forma, para estos, la violencia, en conjunto con la imaginación y la virtual capacidad infinita de sufrimiento, serían su principal mecanismo de venganza. 

¿Qué tienen que decir, por su parte, los que han estado a favor de la pena de muerte? La mayoría aboga por integrarla acaso como condena ejemplificadora, pero desde una sensibilidad que riñe con cualquier principio. Incluso el motivo se amplía, con toda apertura, hacia la inoperancia burocrática del aparato judicial, que cae en maniobras y determinaciones a ratos impersonales que se alejan cada vez más de los factores humanos que se supone contemplan. Así, de hecho, la pena de muerte sería para ellos una solución eficaz contra el despilfarro económico que significa mantener a condenados encerrados –y muchas veces, con evidentes comodidades- durante años y años gracias a dineros fiscales. 

El asunto parece, hasta el momento engorroso, pero es preciso darle, tal vez, una óptica cinematográfica. Dos películas icónicas abordan el tema. La primera, No matarás del Decálogo de Kieslowski, se inclinaba por problematizar el concepto de la pena de muerte como ley de talión revisitada. Indagaba en la psicología del abogado en conflicto con la del victimario. Hincaba el diente en la herida abierta del espíritu, cuestionando la naturaleza misma de la ley, abriéndose paso entre sus vacíos y preguntándose ¿la muerte de parte del poder del Estado ejercida sobre el individuo culpable, se corresponde realmente con aquella muerte irracional, sin aparente explicación, contra un otro inocente? Hay en esa imposible equivalencia un vacío de ley, un vacío de conciencia que solo logra conciliar a las partes involucradas desde una convención jurídica, mas no desde una satisfacción personal. 

La pregunta que nos hace Kieslowski con su mandamiento cristiano visto desde el celuloide es legítima, profundamente ética, personal, pero más allá de esa concepción tenemos el planteamiento de otra película, un poco más reciente. Se trata de 7 days de Daniel Grou. En la cinta un padre secuestra y tortura al violador y al asesino de su pequeña hija de siete años durante siete días. El parecido con el caso Sophia en este punto no es casualidad. El padre, completamente decidido, va en busca de su enemigo como si fuera una presa, lo captura y luego le aplica la ley de talión con sus propias manos, pero esa misma cacería implica el desgaste psicológico del padre, está consciente de que su búsqueda desesperada por la venganza supone descender al infierno del horror y el absurdo humano. Grou le plantea al espectador el reto de tomar una decisión: sufrir por siempre con la víctima o aplaudir el accionar del verdugo. 

El padre en la película, al torturar al asesino y al violador de su hija reconoce que ve reflejado en él su mismo rostro de abyección, pero es el precio de aventurarse con coraje en el viaje de la sangre, bajo el tabú de lo que la ley, siempre abstracta, nunca logrará dimensionar, para salvaguardar su honra y la de su pequeña. Pero sabe que de ese dantesco viaje moral no hay regreso posible ni mucho menos redención. No habrá nada, ni guillotina ni castración, nada que consiga llenar el vacío ni aplacar el dolor íntimo de la pérdida. Sin embargo, a eso precisamente apuesta, a sacrificarse a si mismo en ese proceso de deshumanización con total de recobrar un virtual sentido de humanidad en la venganza, que ni la ley ni el aparato punitivo del Estado nunca conseguirán devolverle, con toda su maquinaria impúdica.

En fin, vemos en el celuloide de estas dos propuestas arriesgadas, quizá no un cauce definitivo, sino que una aproximación a una postura. ¿Adoptar ante la pena de muerte, la reflexión ética penitente del abogado del Decálogo? ¿O el ojo por ojo, diente por diente del padre de 7 days que en su desesperación solo busca darle al culpable de su propia medicina, sabiendo que en ese proceso no puede salir redimido, pero al menos con una honra personalísima, envuelta en la sangre de su propio horror? La respuesta llevará a la polémica. La respuesta solo la tiene cada uno, en su fuero interno, confrontado de noche con el rostro de la complicidad, de la calamidad.
Una película de madrugada en la que el protagonista se cuestiona sobre la voz en off femenina que relata su historia. Le señala, de antemano, que se va a morir. Al consultar con un especialista, lo toman por loco, pero aclara que esa voz no es indicio de esquizofrenia. La voz no le habla. No le interpela. Se limita a cumplir una función de narrador indirecto de la cual él es objeto. Lo consulta luego con un teórico (Dustin Hoffman). Este le pregunta una serie de cosas respecto a aquella impersonal voz femenina. Concluye que solo puede simbolizar la ruta de un destino que acabe en tragedia o en comedia, como en Pascal, señalando que o sucede algo inevitable (la muerte) o todo continúa tal cual a pesar de su condición efímera. Esa voz que cuenta a veces nuestra historia, ese pedazo de rollo que nos pasamos pa callao, sin que nadie nos pesque, a solas y a espaldas del resto, puede llegar a ser nuestro propio cine secreto, nuestro apócrifo material confesonario o, en su defecto, psiquiátrico.