lunes, 22 de enero de 2018

El nombre

Entre siestas también se elucubran cosas locas. La de ayer en la tarde tenía que ver con el nombre. Resulta que conversábamos con mi madre y mi hermana sobre ciertos nombres extraños que se ponía la gente. De ahí surgió el problema sobre la elección del nombre y su arbitrariedad rozando el absurdo y el ridículo. (Ponía el caso de un tal “Shakespeare Mozart Armstrong” en honor al dramaturgo, al músico y al astronauta, siendo que esos eran sus apellidos). Cómo era posible que no hubiese filtro y que cualquiera pudiese ponerse el nombre que quisiese, sin perjuicio alguno, pero sin contar con las consecuencias de ese nombre para la vida. En efecto, el nombre civil queda a criterio total de su futuro propietario, y puede de hecho cambiárselo cuando este quiera. Sería un mito el trámite burocrático en torno al hecho del cambio nominal. Hay, sin embargo, cuestiones a considerar: El nombre inicial de cada quien está determinado por la elección de sus padres. De esa forma, ese primer nombre puede prevalecer o bien ser modificado solo una vez cumplida cierta edad o una vez alcanzado cierto discernimiento. Así ese nombre primero quedaría marcado a fuego en el itinerario de quien lo padece. Sería esa su marca simbólica de nacimiento aunque le pese. Aunque se la quitara no cambiaría nada el hecho irrevocable de su maldición. Ponía mi madre el ejemplo práctico de una joven de nombre Guadalupe. Su nombre era exactamente el mismo que su apellido, de modo que resultaba un impasse para cuestiones legales puesto que le preguntaban siempre sobre ese alcance de identidad, dificultando la eficiencia de los trámites que ella llevaría a cabo. Entonces no halló mejor idea que cambiarse ese molesto nombre y ponerse el mismo de su abuelita para acabar con el problema de la homonimia. A pesar de todo, la joven seguiría siendo conocida como la “Lupe” para sus más cercanos. Ese primer nombre sería su rostro, su seña para los otros y el mundo, aunque figure un nombre nuevo en su carnet. En resumidas cuentas: el nombre primero como una marca profunda, algo casi consustancial, pese a su evidente convencionalismo. El segundo nombre emerge siempre en relación a él, como respuesta, reacción o repulsa pero no puede acabar con él ni su influencia porque el primero ya figura enraizado en la carne y en la circunstancia existencial de su sujeto. Finalmente, el dilema nominal: ¿El sujeto tiene un nombre del cual valerse o avergonzarse? ¿O el nombre, su semántica, tiene un sujeto al cual nominar o imprimir un significado ulterior, una ilusión identitaria?

De la grieta de aquel dilema se dejaba ver el sueño de la siesta. Soñaba que mi primer nombre, recargado en demasía de intertexto literario y de simbolismo cristiano, encarnaba de pronto, en algún escenario indescriptible, su doble oscuro. Así como Gabriel significaba ángel mensajero, aludiendo además a García Márquez, y Salvador decía relación con Allende o con la cualidad al uso de aquel ángel, también ese nombre tenía su contraparte negativa. El punto era que esa contraparte cobraba vida, adoptando un cuerpo, un sujeto real, hasta lograr independizarse de su referente original. Como era de suponer, esa contraparte hacía de las suyas a mis espaldas y me suplantaba. No se trataba precisamente del alter ego sino que de otro individuo con características idénticas usando el nombre propio. Llamé a ese individuo, a ese ente siniestro, con el apelativo de El Nombre. Recuerdo que ciertas escenas de la imaginería eran calcadas a lo que ocurría en Possession de Andrej Zulawski. Ahí un joven Sam Neill veía que su doppelganger cobraba vida y se quedaba con su esposa. Lo interesante era que ese doppelganger era una creatura surgida del odio orgánico entre ellos dos, una manifestación del estado enfermo en que se encontraban. A raíz de esa asociación veía, entre brumas, destellos de imágenes, que ese otro yo hacía lo mismo que aquel de Possession. Llamaba a su pareja hasta que mediante algún ardid la volvía a hacer suya. Me veía como simple espectador o tercero impotente, hasta que la pareja reconoce en ambos el mismo rostro y una intervención ambigua sin descifrar. De tal forma, ella cogía un arma y confundida no sabía si disparar a uno o a otro. El nombre dentro de la ensoñación cambiaba tanto que se volvía luego una pura firma ilegible. Alguien, que a lo mejor era la propia chica del arma, trataba de explicar esa firma a un agente en el registro civil. El asunto acababa cuando nos encontrábamos de vuelta, en una habitación desconocida, bajo las sábanas, envueltos, y ella se me acercaba lentamente para susurrarme al oído: say my name. Tras la sombra, seguía conspirando nuevamente El Nombre. Cuando despertaba dentro del propio sueño, ella ya había ido a verlo para cumplir su deseo pervertido, o tal vez todo era tan solo el terror de la soledad y la incomprensión vuelto una expresión grotesca. Nuevamente: ¿Tenemos un nombre que nos pertenece? ¿O somos la mera referencia de un nombre que nos condena y nos fulmina con su mitología? No cabía ya nombre en esa, su zona muda. Todo lo que podíamos decirnos había perdido su significante, y el hecho de llamarnos como solíamos hacerlo ya no hacía ninguna diferencia, solo delineaba a lo largo y ancho de aquella oscuridad onírica una larga e inconmensurable franja de anonimato.
Es raro pero siempre que necesito pensar en algo dejo la radio prendida para tal efecto, y la estación que coincide con el ejercicio oscila entre la Infinita y la Duna. En el silencio o en el ruido cotidiano las ideas o nacen abortadas o derechamente no fluyen. La música incidental colma cierto vacío psicológico, sirve de mantra o bien sugestiona a pensar en algo como efecto rebote o inspiración, aun cuando el sonido se tienda a perder y se confunda la interferencia de la señal con la del propio pensamiento. Al final buscamos ideas como quien busca entre las emisoras el estribillo de alguna canción, algún sencillo o melodía perdida en el ruido blanco del olvido. Estar en sintonía significa aquí estar aún despierto, estar "oreja".