miércoles, 5 de diciembre de 2018

La cena (relato onírico)

Me encontraba sentado a una mesa en la cual se realizaba una cena, tal vez, una cena familiar, bajo una luz apenas perceptible. En aquella mesa, no conseguía distinguir completamente los rostros de los comensales. Al momento de mirarlos, mi visión se volvía difusa. Una joven se levantó de su puesto, sin pedir permiso, y se retiró. Mientras tanto, los comensales conversaban, aunque no conseguía entender bien de qué. Me levanté para ir a la cocina a buscar un cuchillo, ya que en mi puesto no había ninguno. Allí en la cocina la luz era todavía más tenue que en el comedor. Aproveché de buscar un poco de champaña, para brindar por no recuerdo ya qué cosa, en ocasión de la misteriosa junta. Al volver al comedor, la joven de la mesa estaba de espaldas, en el umbral de la cocina, tratando de que nadie viese su cara. Antes de intentar hablar con ella, y pedirle que se diese la vuelta, agarré el cuchillo que estaba buscando. Era el primero que encontré sobre el fregadero. En ese momento, con el cuchillo en mano, intenté acercarme a la joven. Volví hacia el umbral, pero, al momento de doblar la mirada, ella ya no se encontraba ahí. Había desaparecido sin más. Casi en el instante que advertía su desaparición, se asomaron otras de las personas que estaban en la mesa, recorriendo la cocina y el resto del lugar con premura, en señal de querer dar con el paradero de aquella joven. De pronto, el cuchillo que sostenía comenzó a brillar con intensidad. Emanaba de él una luz extraña. Me sentí agobiado. No entendía nada. Corrí hacia la salida de la casa. La luz del cuchillo me sirvió de guía. Avancé por el pasillo, ante la sorpresa de varios de los comensales allí presentes, hasta dar con la puerta de salida, y así poder escapar de aquel mitín. 

Afuera se podía ver que la casa estaba situada en lo más alto de un cerro. Era de noche, y solo la luz del cuchillo permitía iluminar el espacio. Abajo se veía repleto de árboles. Alrededor solo alcanzaba a distinguirse mucho césped y malezas. Al bajar por unas escaleras, decidí acercarme a un barranco, muy cuidadosamente, para poder tener una vista panorámica del lugar. Miré en dirección opuesta a la casa, hacia el fondo donde estaba la cresta de una loma, y me di cuenta que había un árbol gigantesco que sobresalía no solo por su tamaño sino que por la amenazadora luz que emanaba directamente su copa. El cuchillo resplandecía por el contacto con la luz del árbol, tanto así que quemaba, por lo que decidí soltarlo y arrojarlo al vacío. Cuando esto ocurrió, la gente de la casa comenzó a salir intempestivamente, con cuchillos luminosos, mirando hacia el árbol que seguía imponente por su luminosidad en la boca de la noche. Al intentar acercarme a algunos de estos sujetos para pedirles explicaciones sobre lo ocurrido, se mostraban esquivos y se alejaban caminando en dirección hacia el árbol, barranco abajo. Volví entonces a la casa, para ver si allí se encontraba todavía alguno de los comensales. Tan pronto crucé el umbral de la puerta, mi consciencia se fue a negro, de manera intempestiva. 

Al volver en mí, me encontraba dentro de la casa, sentado a la mesa, frente a frente a la cena. El cuchillo de los comensales ya no se iluminaba, solo estaba dispuesto para rebanar el pedazo de carne que nos habían servido. Ninguno de ellos quería comenzar el banquete, porque parecían estar esperando a alguien. En el momento que uno de los comensales se levantaba para ir a buscar al invitado restante, la luz de la casa se cortó definitivamente. De inmediato, a través de la oscuridad, comenzaron a encenderse una serie de luces de colores que iban conformando lo que parecía ser un árbol de navidad. Pero no. No había ningún árbol dentro de la casa, en el momento en que se desarrolló la cena y tampoco en el momento en que todos salieron. Las luces de colores seguían ahí, revoloteando, cada vez más intensas. Los comensales se levantaron, algunos asustados, otros inquietos. Muchos de ellos comenzaron desesperadamente a cuestionarse y a buscar alguna respuesta a tan inexplicable fenómeno. Algunos salían de la casa, nerviosos. Otros, intentaban hablarse y calmarse en medio de la conmoción. En el instante que todos dejaron a un lado la mesa, y las luces iban bajando su destello, alcancé a divisar una sombra apareciendo desde el umbral de la puerta principal. 

Al disiparse las luces, uno de los comensales corrió hacia la puerta y se topó con la joven desaparecida que venía entrando lentamente, a paso ligero, con el rostro taciturno. Vestía un vestido blanco largo hasta la rodilla, sin mangas. Traía en sus manos una caja envuelta en papel de regalo. La desplazó hasta el living ante la mirada atónita del resto. Cuando la abrió, una luz similar a la de aquel árbol gigante emanó desde el interior. Algunos de los comensales ya se habían marchado. Los pocos que se quedaron a presenciar la luz de la caja se acercaron a ella, hasta percatarse que los cuchillos volvían a tener ese brillo. No faltó mucho para que, luego, la propia gente comenzara a emanar aquel brillo extraño desde su cuerpo, cada vez más fuerte a medida que sus emociones se aceleraban. También dentro de mí se sentía un calor, hasta cierto punto, asfixiante, producto de aquella luz enigmática. Al ver que todos comenzaban a convertirse en verdaderas luminarias humanas, debatiéndose unos con otros, cuestionándose o bien escapando de la casa, la joven también empezó a iluminarse de igual forma. Entonces, ella fue hasta la cocina, de nuevo, con un andar calmo, aunque algo nervioso, y trajo un poco de la champaña que quedaba aún en el refrigerador, la puso sobre la mesa e invitó a sentarse al resto de los comensales que, todavía cuestionados, lograron mantener el control y poco a poco acostumbrarse a esa luz interna. 

Antes de dar las doce, la joven intentó que todos los que permanecían ahí se reunieran para hacer un brindis. Justo en ese momento, la luz de cada uno de los presentes llegó a su máximo de intensidad posible, fulminando y devorando todo el escenario a su paso, y volviéndolo todo un espacio tiempo en blanco, dentro del cual solo alcanzaba a distinguirse, de manera nítida, el umbral que daba a la cocina. Cuando, en medio del caos, miré hacia todas partes para divisar a la joven, el escenario completo de la casa se diluía. No tengo noción alguna de cómo ocurrió, pero después de eso, volví al momento en que me levanté de la mesa en medio de la cena y fui a recoger la champaña. Esta vez, la joven estaba de frente en el umbral de la cocina, con una copa ya servida. Se acercó hacia mí lentamente con el cuchillo que yo había tomado en un principio. A medida que iba avanzando, no despegaba su mirada de la mía, apretaba su cuchillo, y no podía evitar sentir perturbación ante su rostro pálido, inexpresivo. Ya a menos de un metro de distancia, la joven dejó de avanzar, sonrió y, de un momento a otro, chocó de improviso su copa con la mía, ante mi expresión estupefacta, y dijo: Feliz Navidad. Entonces, todo se vino a negro, por última vez.