jueves, 29 de agosto de 2013

Clase de música

Recuerdo la clase de una profesora de filosofía en el liceo, en donde nos enseñaba a distinguir lo apolíneo y lo dionisíaco en una serie de pistas musicales. En muchas de ellas sonaba música jazz, Coltrane, Coleman, en otras algunas piezas clásicas, sonidos que dado su marcado carácter de improvisación, de azar, y de proporción, de orden estético, respectivamente, podía diferenciar más o menos de manera sencilla entre ambas categorías (el jazz es impulso vital; las orquestas clásicas de Mussorgsky, por ejemplo, son impulso y además propenden a un orden, una estructura). Cuando comenzaron a sonar en el equipo las guitarras eléctricas, provenientes del sonido Seattle (detesto la etiqueta "grunge") y del rock alternativo con temas de Radiohead, The Pixies y de Smashing Pumpkins, entonces entendí de manera acústica que en realidad Apolo y Dionisio no son categorías del intelecto, y por lo tanto, fue una de mis primeras aproximaciones hacia la sospecha sobre la lógica dualista de las cosas. Lo que yo entendía otrora como apolíneo en las piezas clásicas no era sino la forma, el orden cósmico que se recrea en la mente una vez escuchado, la figuración de ese orden en la psiquis, su encarnación sensible. Sin embargo, lo dionisíaco como voluntad y a posterior como "brasa sonora" está ligado umbilicalmente, esperando a cobrar cuerpo en las cenizas del espectáculo apolíneo de la audición. Por lo mismo, lo que yo creía dionisíaco en el jazz no era sino una mayor incandescencia de esa voluntad primigenia, figurada mediante la estructuración de notas correspondientes al orden apolíneo, que se materializan en la improvisación de saxos y de baterías como simulando una apología acústica de una bacanal.

A pesar de tal revelación, no veía en ese rock sino una confusión, aunque bella, demasiado ininteligible: no cabía aplicar de manera pedagógica lo apolíneo y dionisíaco en ese cóctel prematuro de gritos, acoples, distorsiones y letras. Entonces resolví: el rock, al desarrollarse como una rebelión más allá de lo musical propiamente tal, está ligada al sentimiento juvenil, a la revolución de las hormonas, he de ahí una posible respuesta: era la fuerza de la edad, la naturaleza en flor alegando legitimidad a través del sonido eléctrico y de las gargantas sangrantes. Sin embargo, el problema seguía: cómo entender la pugna dialéctica, ya resuelto el falso dualismo de esas categorías, entre la figuración apolínea y el desenfreno dionisíaco aplicada a la música de esas bandas de rock and roll. Entonces, mientras duraba todavía el ejercicio, no pude sino remitirme al Mundo como Voluntad y Representación (libro que rehuía ingenuamente por aparecer la palabras "suicidio" demasiadas veces en él, con la creencia de que Schopenhauer era una especie de rock star, que impulsaba a la auto destrucción, y que uno al leerlo se volvía casi automáticamente en un fan siguiendo sus pasos religiosamente): "en la melodía, en la voz cantante que dirige el conjunto y, avanzando libremente de principio a fin en la conexión ininterrumpida y significativa de un pensamiento, representa una totalidad, reconozco el grado superior de objetivación de la voluntad, la vida reflexiva y el afán del hombre. Solo él, por estar dotado de razón, ve siempre hacia delante y hacia atrás en el camino de su realidad y de las innumerables posibilidades, y así completa un curso vital reflexivo y conectado como una totalidad. En correspondencia con eso, solo la melodía tiene una conexión significativa e intencional de principio a fin. Ella narra, en consecuencia, la historia de la voluntad iluminada por el conocimiento, cuya imagen en la realidad es la serie de sus actos; pero dice más, cuenta su historia más secreta, pinta cada impulso, cada aspiración cada movimiento de la voluntad: todo aquello que la razón resume bajo amplio y negativo concepto de sentimiento, no pudiendo dar cabida a nada más en su abstracción. Por eso se ha dicho siempre que la música es el lenguaje del sentimiento y la pasión, como las palabras son el lenguaje de la razón: ya Platón la interpreta como el movimiento de las melodías que imita al alma cuando es movida por las pasiones". 

A posteriori deduzco la verdad contenida en la melodía, en la voluntad generacional (no sé si llamarla universal, mundial o natural) que se esconde tras esa representación ruidosa, luego de aquella intuición durante la experiencia didáctica musical. Estamos hablando, más que de un mero análisis con nota al libro sobre la reencarnación de esos ídolos griegos en la figuración y voluntad de los sonidos rockeros, de todo el gheto de las pasiones y voluntades viscerales y hasta cierto punto hormonales que confluyen como fuerza estética tras cada decibel, cada alarido, cada verso y desencanto. Más que la vida expresando su concierto en forma de cuerdas, rabia y percusiones, se trataba de los sentimientos de toda una generación, que salían despedidos como de una caja de pandora musical, (que en la dinámica del mundo constituyen demonios interiores habitando en las mentes rebeldes de los feligreses del rock), como si al escucharlos y perderse en esa orgía esencial, (figuración tan cotidiana por el inconformismo de sus estandartes pero trascendente por lo que subyace, la voluntad de expresarse aquellos demonios) uno introdujera una ficha , una ficha psíquica, espiritual, en ese gran jukebox originario, tan infernal como paradisíaco, esencial, y comenzara inmediatamente la voluntad del mundo a empujar nuevamente la rueda de la historia al son del ritmo y la melodía , en este caso, la de los mártires del rock noventero. Ya casi veía a Thom Yorke, Billy Corgan y Richard Ashcroft como avatares , reencarnaciones de aquella voluntad pandemónica desatada, como articuladores del ruido sordo de esa década, la generación perdida, la gran X que se dibujaba en el mundo de los noventas, tatuada como logo de banda musical en las mentes más frescas y juveniles, todavía unidas umbilicalmente a dicha voluntad tan envolvente, sublime por inconmensurable, terrible por verdadera, como si Schopenhauer hubiese escrito en un apartado de su tratado filosófico, que en el sonido rock de los noventa todos los sentimientos de la generación vuelven a su estado puro y el mundo de esa década, su historia constante y sonante en cada decibel, en cada desencanto, en cada hormona furibunda, no fuese sino música hecha realidad. A eso se refería entonces Beethoven : el rock como una revelación más alta que cualquier filosofía. Y así debería revelarse la filosofía: como un aumento en los decibeles del pensamiento, como la gran canción eléctrica que haga vibrar los viejos conceptos.