miércoles, 20 de octubre de 2021

Conocer la Verdad en “Prejuicios e ideas hechas en Peirce” de Jaime Nubiola ¿Búsqueda o re-creación?

La Verdad, quizá su atractivo resida precisamente en su distancia, su mera condición de amor platónico, en la cual el sentido de búsqueda es placentero en su inmanencia y no tanto en su trascendencia, que a ratos le resta el encanto propio del deseo y la aventura. Me refiero a esta analogía en relación a la concepción de verdad postulada por Nubiola, quien pareciera seguir en una línea socrática, en un rescate de la verdad en cuanto revelación, descubrimiento e investigación. He de ahí la visión clásica de las ciencias como empresas hacia la verdad.

En este punto, Nubiola identifica un gran problema: la división irreconciliable hoy día entre la dimensión científica y humanista del saber. Producto de esa división se han generado muchos de los prejuicios que coartan y estancan el desarrollo libre y creativo del conocimiento humano en todas sus aristas, facetas y máscaras posibles. Es este el problema que derivó, a mi modo de ver, en la endémica especialización del saber, que no ha hecho más que potenciar la dicotomía entre ciencias duras y las llamadas ciencias sociales, incluso llegando a generar conflictos y rencillas entre ellas, producto de su lucha en la conquista de la verdad, que se traduce más bien en una lucha de egos, en un iluso “gallito”, una vulgar demostración de voluntades y poder.

Nubiola habla sobre la necesidad de reconciliar el carácter universal y clásico del saber en todas sus dimensiones, o sea, la idea de un saber holístico de la vieja escuela renacentista, el verdadero despliegue de las potencias creativas del hombre que se refiere a algunos conceptos interesantes que funcionan como tentativas o apuestas para enfrentar el problema mencionado. Sobre la urgencia de resolver los prejuicios e ideas hechas en el ámbito investigativo de la ciencia, señala que estas fundamentalmente bloquean la misma posibilidad de la enseñanza y el aprendizaje y fomentan, en cambio, prácticas cerradas, unilaterales u homogeneizadas de los sujetos del conocimiento. Al respecto, es posible destacar la asociación de los prejuicios con el sentido común.

El génesis de las ideas hechas resulta de una suerte de convención social que se reproduce sintomáticamente dentro de una o varias comunidades. Puede, eso sí, que dichas ideas hayan resultado útiles en su momento, pero al cristalizarse y perder su carácter abierto a la experiencia, a ese espíritu propiamente científico de acuerdo al autor (y, además, en referencia a Mario Bunge), imposibilita precisamente el anhelado proceso hacia la verdad, originario de la ciencia en su estado primigenio. Aquí el autor opta por una práctica ecléctica, auto crítica y autodidacta del ejercicio del saber siempre desde la concepción del sujeto de ciencia, la cual se puede considerar como ejemplo en la intención del proyecto ilustrado promulgado por Kant, en el sentido de practicar la razón y alcanzar la ansiada “mayoría de edad” del hombre, solo que con un optimismo algo iluminista que caracteriza y sobresale en su empresa de investigación o “seducción” de la verdad.

Sobre la articulación o el posible compromiso ciencia-literatura, Nubiola especifica que la cuestión del avance y la metodología científica debiese apuntar o reconsiderar el papel de la creatividad y la imaginación humanas. O sea, volver a pasar por esos filtros hasta destilar conocimientos más frescos. En esta comparación metafórica de la ciencia como creación literaria, entendidas las ideas como obras o mejor dicho, “criaturas” del intelecto humano, es posible interpretar dos cosas. Primero, se aprecia una cierta reinvención de la figura del científico como un creador de ideas, una apuesta por el ejercicio de la experimentación, la teorización y deducción como juegos de la mente y de la experiencia con características creativas; aunque no por ello menos rigurosas y sistemáticas. Segundo, si bien el autor redime a la actividad científica de sus pesadas cargas semánticas pragmáticas, no deja de cometer errores de cálculo, porque inevitablemente la actividad científica y la creación literaria, no apuntan hacia lo mismo, a pesar de ser ambas manifestaciones de la creatividad cognitiva intelectual. Es una lección de filosofía señalar que la ciencia se ha empeñado fundamentalmente en escudriñar la verdad mediante la intervención en la experiencia con la naturaleza, los seres y las cosas (hablar de realidad, en este caso, resulta un tanto ambiguo), intentando mediante ese método remitirse exclusivamente a esa verdad particular, por lo cual sus creaciones, sus ideas, sus hipótesis y experimentos, solo pueden ser producto de la confrontación de esa verdad con otra verdad anterior (allí entran los viejos paradigmas de Kuhn). En cambio, la creación literaria lo que hace y ha hecho, incluso desde la concepción mimética de Aristóteles, es representar, no escudriñar la verdad, sino que, imitarla o, en la actualidad, “recrearla”. De ahí el concepto de ficción que es el velo que permite la revelación de tantas verdades como obras puedan ser leídas o escritas. Por ende, la verdad no es la verdad, sino más bien, verdades presentadas como ficción, versiones particulares, imaginarios, representaciones y criaturas; no en función de la verdad, sino como verdades en sí mismas.

En conclusión:

1 Las creaciones de la ciencia se hallan subyugadas a un enfrentamiento de una verdad con otra en busca de la verdad absoluta; las creaciones de la literatura, por su parte, son verdades en cuanto son creaciones.

2 Dado que la búsqueda del conocimiento puede derivar, desde la visión científica esbozada por el autor, en una suerte de “coqueteo” con la verdad pretendida como universal, se ha insistido sistemáticamente, a través de un cientificismo moderno, en una visión optimista y en una inclinación hacia un progreso indefinido con altas dosis incluso de fe sostenida, en que esa travesía hacia el progreso y la verdad absoluta tienen un fin que culmina con su encuentro y su conquista, nada más alejado de la visión romántica y trágica de la verdad en cuanto a su instancia catártica. Es necesaria de ese modo una redención artística de la ciencia, una sublimación de su todavía latente materialismo.

Por ello, la literatura ha cobrado más una perspectiva de lo que sería la Verdad: pura tragedia, pero tragedia entendida en el sentido de la afirmación nietzscheana, aceptación artística de todos los aspectos de la realidad. En este caso, Nietzsche, respecto a su visión del lenguaje y del conocimiento humano, nos decía que “todo lo que normalmente se llama discurso es figuración. El lenguaje es la creación de artistas individuales del lenguaje”[i]. He aquí que la literatura cobra total valor y relevancia como oficio del artista de la palabra y como manifestación misma de ese arte de la palabra, que encarna la experiencia de la vida humana en todo su despliegue creativo y, a su vez, permite un conocimiento de la misma mucho más dinámico y orgánico, abierto a interpretaciones.

Hablando de literatura y de tragedia, es posible citar aquí como ejemplo dos creaciones fundamentales de la tragedia griega, Hamlet y Edipo Rey, en las cuales, el conocimiento de la verdad tiene consecuencias, si bien reveladoras, por eso mismo, humanas al punto de la fatalidad. Cuando Hamlet se entera de quien fue el culpable de la muerte de su padre, o cuando se le revela a Edipo que él asesinó a su padre y se casó con su madre, dicho conocimiento de los personajes sobre su verdad se convierte en tragedia. Nunca el acceso al conocimiento, por ende, la revelación de la verdad conlleva siempre la plenitud. También debe poder contemplar ese aspecto trágico para poder lograr una asimilación integral, y eso lo logra la literatura en su carácter creador. Por eso, es posible decir que si considerásemos a la verdad en cuanto revelación de lo real, no haría más que descubrir la dimensión más incomprensible de la existencia, vetada a las limitaciones del intelecto racional.

Por otra parte, Nubiola señala que es posible evidenciar el concepto de verdad en cuanto al consenso colectivo; se destaca la dimensión y el cariz social que otorga a la verdad y su definitivo carácter particular. El autor habla de verdades intrínsecas a diversas comunidades, habla del carácter comunicativo de esas verdades, de ahí que es posible reconsiderar a Sócrates en su concepción dialéctica.

Hegel postulaba también a la dialéctica como una legítima vía hacia el conocimiento en cuanto se establecía el diálogo con los otros. Es iluso, por tanto, creer que la búsqueda de la verdad constituya un paraíso o un tesoro del arco iris que es preciso robar. Se trata como decía el autor, de comunicar las verdades en plural y de socializarlas frente a los otros en las distintas comunidades discursivas, científicas, literarias, etc, frente al público donde fluyen los discursos y las palabras, y quizá sea esa la paradoja: la incapacidad para comunicar la verdad, la impotencia del lenguaje (ya sea verbal, abstracto, numérico) para expresar o desentrañar por completo lo indecible.

“No hay nombres en la zona muda”, decía Lihn, y es por lo tanto, la tortuosa obra del científico y el trabajo estéril del poeta, quienes apuestan en la seducción por un pedazo de cielo, de mundo o de nada.

The attributes of science, Jean-Baptiste-Simeon Chardin, 1731.


[i] Nietzsche, F: “Exposición de la retórica antigua”/ “Darstellung der antiken Rhetorik” (1874-1875)