sábado, 20 de abril de 2019

"Dejo mi cadáver como muestra de desprecio hacia mis adversarios" se dejaba leer en la carta de suicidio de Alan García, leída por su hija en público. No es menor el proceso de apoteosis sufrido por el ex presidente peruano. De ser acusado por corrupción a ser convertido casi en un mártir, bajo un masivo rito funerario. Lo despedían un viernes santo, fecha especialmente sensible para los creyentes. El sacrificio del nazareno en pos de la humanidad, de alguna manera tuvo su eco simbólico en el político, solo que la muerte de aquel fue más una decisión drástica ante la ignominia social que un premeditado plan de orden divino. Leí por ahí que si todos los políticos, debatiéndose en una encerrona mediática, expuestos por el karma de sus propias acciones y desaciertos, hicieran lo que hizo Alan García frente a sus acusaciones, no quedaría mono con cabeza. Y ciertamente, sería un espectáculo de otra categoría presenciar de pronto un escenario en el que todos los políticos, en un arranque de dignidad, y bajo un extraño manto de conciencia, se matasen voluntariamente, redimiendo a medio mundo de su nefasta influencia. El atentado de Alan García contra su vida, en este sentido, dentro de un sistema de cosas ideal, debería poder sentar un precedente. Pero, como decía por ahí un humorista: el corrupto en Japón se hace un harakiri; en cambio, en Chile se hace el weón. Lamentablemente, no hay plan divino para crucificar a los pecadores al poder, ni arma lo suficientemente cargada para convencerles de recuperar el honor, a punta de plomo.