miércoles, 20 de septiembre de 2017

Es algo desconcertante señalar en qué medida el estado de alerta, el desastre en toda su definición resulta lo único que, paradójicamente, une, integra, quizá no por un profundo redescubrimiento de una bondad escondida sino que por el reconocimiento de que el dolor del otro es también un dolor propio en potencia, y así el miedo del otro tiene que pasar sí o sí por el cedazo de la conciencia, y verse amplificado hacia el mundo completo de inmediato en cuestión de segundos. Al terremoto del México le seguía luego un nuevo terremoto en Japón. "El cinturón de fuego no perdona", se le oía decir a un reportero, no sé en qué radio. Los medios locales no escatimaron en recursos. Bastaron los videos y las imágenes del hecho para generar un shock preciso y conciso, un espacio virtual psicológico en tiempo real. La era Internet propicia el milagro de la aldea global, pero a la vez acarrea consigo sus ingentes maldiciones, el impacto directo del desastre en todo su desparpajo. Se puede hoy digerir el desastre a través de múltiples relatos, pero al ser leído al instante, el coste psíquico acaba siendo mucho mayor. La información alcanza la velocidad del desastre pero la reflexión llega a él siempre a posteriori, resintiendo así las réplicas de su existencia. Como hubiera dicho Maurice Blanchot, el desastre no alcanza nunca a "escribirse del todo", pero en su insistencia algo debiera quedar: un gesto, aunque fuese de indiferencia, la desolación o un significado, por mínimo que fuese.