sábado, 9 de febrero de 2019

La tercera temporada de True detective comparte una atmósfera, un tratamiento narrativo y un espíritu reflexivo similares a la primera, solo que acá los detectives protagonistas se notan más influidos por sus propias fantasmas interiores. Pizzolatto continúa con la tónica de una trama sobre la que se tiende un crimen sin asidero ni cauce definitivo, para exacerbar la oscuridad de la intriga y la falta de control sobre los hechos, pero acá el caso se va diluyendo en forma de penitencia irresoluta hasta desembocar en una carga y luego en un olvido traumático, sobre todo para el personaje de Hays. Se cumple una lógica refractaria: lo que resulta del todo infranqueable afuera (el posible secuestro de los niños) se manifiesta en el agotamiento vital de Hays (la culpa traducida en diferentes episodios de su vida personal). La tercera no tiene ese toque a lo Lovecraft de la primera, aunque sí una breve alusión a los ritos satánicos. No tiene el nihilismo destemplado de Rust Cohle, pero sí la fragmentación psicológica de la figura del detective. Pizzolatto viene a demostrar una vez más que la lucha del individuo consigo mismo no tiene fin, y va de la mano con la corrupción del hombre y su indeterminación moral. Pese a eso, continúa investigando, atado prácticamente a una obsesión que ronda lo trágico, lo absurdo, lo patológico.