martes, 17 de abril de 2018

Pasando por Condell me encontré a una alumna del dos por uno en una heladería. Al principio no me reconoció, ya que me había ofrecido una crema de merengue como a los tantos clientes que pasan por ahí. Luego me acerqué a ella, me saqué los lentes de sol, y nos saludamos de manera efusiva. Le pregunté que cómo estaba, y desde cuándo estaba trabajando ahí. Ella me contestó que hace poco más de un mes. Extrañaba a las tías del instituto. Decía que había pasado por ahí el año pasado, en más de una ocasión, y ya no había encontrado a nadie de los antiguos. Luego, me preguntó si seguía allí en el dos por uno. Le dije que no, que me había ido, obviando con sutileza los detalles. A ella no parecía importarle. Incluso agregó que había sido para mejor retirarse de ese instituto, puesto que no era muy bueno. Me sorprendía su honestidad a la vez que su transparencia. Cosas que corrían solo como rumores, y tratos que funcionaban solo como protocolo, dentro de los muros de la institución, ahora afuera, en la calle, en el anodino espacio de la heladería, cobraban una vida y un ánimo desenfadado, libre de sujeción. La chica reiteraba lo contenta que estaba de haberme visto. Le replicaba, por mi parte, lo alegre que me había puesto la sorpresa de su encuentro. Me siguió preguntando sobre la pega. Le dije que comencé a trabajar en un colegio, cosa que ella asintió en un instante. "Mejor, profe. El colegio es distinto. El dos por uno era un puro trámite". Pese a la realidad, sugería que el colegio era mejor destino que aquel instituto, proceso que ella tuvo que pasar quizá dadas las circunstancias y muy en contra de sus deseos. Y lo decía ahora en señal de empatía con su antiguo profesor, fuera de las reglas que hubiesen impedido delinear esa espontánea deferencia. Era hora de despedirse. Ella lo hacía con una sincera muestra de afecto, no sin antes ofrecerme la última crema de merengue que le quedaba. Un abrazo grande sellaba el reencuentro, un abrazo sincero, extra curricular. Sencillamente humano, azaroso.
Se presentó un estudio en EMOL hecho por Tren Digital y Media Interactive sobre cómo se imaginan el futuro los chilenos. Mucha Tele. O, más bien, poca novelística. Según el sondeo, una gran mayoría confía en la capacidad de la inteligencia artificial para realizar tratamientos de enfermedades y para negociar con el uso de drones que entregarían bienes y servicios a domicilio. Inclusive sostienen que futuros robots pueden perfectamente reemplazar a trabajadores en determinadas áreas específicas. Sin embargo, descreen casi por completo en la posibilidad de que los modelos señalados adquieran alguna clase de sentimiento humano. Solo un 35% piensa que podrían existir robots con emociones en el servicio al cliente; y solo un 35% preferiría tener relaciones sociales con un sistema de IA antes que con un humano, digamos, real. Al análisis de este resultado, un tal Daniel Halperan sugiere la esquizofrenia digital, la pugna entre la sensación de protección que ofrecería el autómata y la ingente falta de control sobre su creciente autonomía. De nuevo, el abismal tema de la conciencia, que toca fondo en lo que refiere a la tecnología y sus creaturas. La conciencia en la actualidad, y a juzgar por lo dicho, provoca un dilema fatal, uno de proporciones. A este punto, pareciera que los chilenos no hubiesen visto nunca Her o Ex Machina. Será que aún no se asimila del todo el imaginario distópico de occidente y, en cambio, se sigue apostando por un “cyber utopismo”, la idea de un progreso indefinido asociado a un creciente espíritu transhumanista, la cara cibernética de unos “tiempos mejores”. Dentro de este futuro chilensis de ciencia ficción, la realidad sería la pura copia digital del Edén. De ella saldría únicamente un desfile de empleados perfectos, abriendo a sus anchas las alamedas virtuales por donde pasaría el último hombre, el hombre máquina, sin otra memoria que la de su aceitado sistema operativo y ya sin otro sueño que el de su automatización definitiva.