domingo, 17 de marzo de 2024

Frente al abismo, dijo la maestra, solo caben dos posibilidades: arrojarse en él o retroceder y romper la muralla.

Reseña de poesía: "La república ardiente" (2021) de Rodrigo Suárez Pemjean

La palabra arde, chamuscada la boca que la pronuncia. Mucho arder, mucho fuego enciende el decir. Arde el significado así como arde el país entero. Escribir sobre La república ardiente (2021) de Rodrigo Suárez Pemjean se vuelve un desafío precisamente por todo lo que implica, en un contexto donde el fuego se ha vuelto herramienta política, señal de oscuros atentados y símbolo de tiempos convulsos.

El hablante en el poemario habla de una historia distante -exilio mediante- pero que se sabe íntima en la medida que quema en la memoria. Los paisajes descritos son llamas que evocan recuerdos. Los parajes y sus vivencias pueden leerse como chispas que pueden hacer brotar una intuición o una impresión instantánea.

Quien experimenta un habitar trágico no puede menos que oler la densidad del aire de su patria. Así se atestigua en las páginas chamuscadas de La república ardiente. "Los olvidados permanecen en un lugar que no es la memoria" reza el hablante en uno de los primeros poemas, porque el olvido de aquellos que no están implica un desarraigo, y el sujeto desarraigado deja de estar sujeto, se vuelve disperso, aunque consciente de su dispersión, al volver sobre un decir probable.

"La oscuridad determina el cauce de los hechos", y ese parece ser, en realidad, el cauce de las vivencias y experiencias que cobran cuerpo en los versos alusivos al Golpe y también al presente mismo, un presente marcado por las consecuencias de un conflicto geopolítico y de una crisis institucional sin precedentes.

Bajo La república ardiente, la poiesis implica una fuga que luego vuelve sobre la zona cero para renombrar el desastre. Así, entonces, el hablante insiste en la espera que no se resuelve, en el olvido y en la decepción como temples de ánimo. Se referencia la traición, (¿la traición política?) marcada de manera simbólica en un contexto neroniano, donde continúan los conflictos al sur de Chile y también al centro, como esquirlas de un reciente "estallido".

El fuego vuelve a retrotraer al lector a una realidad incendiaria e incendiada por su exceso de antítesis y carencia absoluta de síntesis. Antagonismos, radicalismos y maximalismos. La república ardiente arde porque arden sus conciudadanos en pugna y sus historias irresolutas.

"Somos el cadáver adánico. La última provincia sostenida para el olvido", reza un verso, y aquí es donde cobra relevancia la provincia en cuanto estado espiritual, más allá del mero territorio geográfico. La provincia se vuelve el escenario en donde se lleva a cabo el ritual del incendio como manifestación de la muerte y como telón de fondo de un orden vacilante. Las fronteras se vuelven las fronteras de un país de mentira, en donde el fuego bota las caretas. Mapas muertos, porque el mapa nunca fue el territorio.

El tiempo detenido, que expresa el hablante, expresa la situación de calle de aquellos que perdieron el habitat y que solo moran en el tránsito. La periferia se vuelve el espacio del desarraigo absoluto -allí donde el Estado no alcanzó a llegar y no atrapó sus escombros- y el espacio donde se puede observar cómo todo arde, con una vista panorámica.

La república arde, porque, como en el antiguo refrán, "el hombre es el lobo del hombre". El humo gris del orden que zozobra es también el humo que desprenden las armas de fuego. Los resabios de una guerra civil y de una revolución frustrada constituyen la hoguera de nuestro pasado. Su incandescencia todavía se acumula en la retina de nuestra masa crítica.

Pero hay pasajes en los que el hablante parece detenerse, sencillamente para observarlo todo desde la distancia. "Lejano Chile. Cartagena te mira, un Imperio derrotado. Guerra florida entre el mar y la costra". La alusión al litoral en cuanto paraje de la contemplación y el recogimiento, un habitat posible donde huir del acabóse o al menos ganar tiempo para la reflexión y la mirada lúcida.

Pese a que el país se cae, y su esencia republicana se hace cenizas, el hablante se da el espacio de recrear sus puntos neurálgicos y sus zonas clave, aunque sea para expresar en ellos una mirada crítica. Las alturas del cobre rememora uno de los recursos que son "piedra viva" y que pueden ser la materia prima para un orden nuevo y una reconfiguración de la patria.

Sin embargo, falta la voluntad, falta el arrojo, la visión...

Chile, ante la mirada trashumante, ígnea y fúnebre del hablante, se vuelve un mausoleo, o tal vez solo sea la lectura sobre una frontera como punto falaz del horizonte. Allí donde se pierde el equilibrio y se vive a contraluz. "Ya no respira/el sol neutraliza su impulso de llorar/El país se hunde a sus pies".

Está claro que el país evocado en los poemas ya no es el mismo al que solía ser. Se percibe ese dejo de nostalgia y de decepción. "Alguna vez Santiago fue hermosa/Alguna vez la ciudad fue". Pero ya no es, ni siquiera es su país. Hay una pérdida del arraigo que destila extravío.

Pese a todo, el hablante se empeña en nombrar y recordar como una manera de representar el hambre, como forma de hacer justicia póstuma o siquiera sublimar aquello que perdió o que no logró reconocer del todo, tal como el pan chileno, que estaba entre los mejores del mundo.

La visión del país va en picada, y así sus cenizas parecen caer del cielo para poblar los suelos. De esa forma, en este viaje funerario e inflamable, se hace recurrente la alusión al tiempo pasado, el fin de la infancia en Craneografía, el espectáculo de la matanza. También recurre el simbolismo del ocaso en el atardecer, en Estación terminal, donde "escrito en las paredes está el tiempo humano".

El hablante se pasea entre las imágenes de un espacio que se tambalea por la saturación de su propia energía. Ante esto, se presenta el abandono, la itinerancia, el destierro en carne viva, y también se hace el esfuerzo por configurar escondites, atajos y lugares secretos, con tal de concretar una tregua temporal. "Cómo inscribir a un país en el camino", reza el hablante en Madriguera, una madriguera humana.

La misma tónica se aprecia en Yugo distante. "No hay tierra que no quiera perder de vista" reza un verso y, en una cita a Borges, "los senderos no se bifurcan al menos que se demuestre coraje". Porque hay que tener coraje para transitar senderos perdidos o para abandonar las zonas seguras, en vías de un escape inexorable. El fuego ahuyenta y también aviva a quien lo rehuye. Podría decirse que las cenizas ofrecen un camino alternativo. "Otro mar, costa desconocida, donde los puertos no duerman".

Hacia el fin, los poemas en inglés y transcritos al español conectan el sentido de la lengua con su arraigo originario. El idioma del testimonio evidencia el lazo íntimo con los lugares del hablante, porque la poesía misma enuncia un habitar posible en medio de lo indecible. "Una ciudad a merced de los cerros veleidosos" como reza en Espectro.

En Veranda, por último, se hace patente la voluntad del ejercicio de la memoria para resignificar el tiempo desde donde se escribe, la época que envuelve el espectáculo mismo del sacrificio nacional. "Recuerdo cómo ardió el parlamento, dejó un resplandor que perdura hasta hoy como paisaje". Porque, en efecto, el fuego se avizora como motor fundador de la civilización, pero también como indicio de su destrucción completa.

Aun así, el fuego puede tener un efecto vivificador. "Por el fuego se renueva la Naturaleza", era la interpretación esotérica para INRI, inscripción colocada sobre la cruz de Cristo. La posibilidad de que el fuego también purifique, renueve, habla de una poiesis creadora en la palabra.

Puede entonces que La república ardiente siga ardiendo en la memoria de sus desterrados y de sus muertos, pero puede también configurar un fuego prometeico en las manos indicadas, un fuego que ilumine el trayecto y que, con su luz, vuelva consciente la oscuridad de los hechos y su recuerdo.