jueves, 16 de agosto de 2012

Prólogo a "Remolques del Paraíso" (2012) de Josefina Rodríguez

Pensar en la escritura, a propósito de una especie de obsesión, coqueteo con lo materialmente fantasmal, se remite a ratos a una imagen, no por fugaz menos intensiva. Y, sin embargo, digo que esas imágenes terminan por convertirse en demonios interiores, quienes mediante su exorcismo puedan dejar alguna pizca o migaja de sentido, sacar algo en limpio de esta impía comunicación, esa fatídica transparencia. La imagen que aparece tras las palabras escritas, constatan que ella solo es existente tras un velo. El viejo Nietzsche decía: La verdad es mujer. Por lo mismo, ella, los invita a un acto circular, vicioso, que fagocita textualmente. Ustedes se transforman, acto seguido, en sus caníbales. Desmenuzar es lo mismo que develar, que leer. Y sobre cada una de las palabras introductorias, en un ejercicio lúdico, esa verdad, esa tierna sombra tras los versos que leerán, los conduce a una práctica de desazón, de sabotaje, de perturbación, un mal tan necesario, sacudiendo sus esquemas, pisando y rompiendo sobre lo cotidiano, los ojos y mente de un lector para el cual la poesía se le aparece como una esfinge de Edipo, y quien escribió los versos como una incógnita, repleta de flores y luces, que los invita a recorrer el jardín siempre previo al abismo, a encontrarse cara a cara con la experiencia de Cesar Pavese: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Y es que la poesía y la escritura, como nuestra hablante lírica confiesa, en una cita sarcástica con ese lector víctima y criatura del juego, fue hecha para ser escuchada y compartida, sólo que aquello que se escucha tiende al susurro de unas palabras que zozobran en su condición efímera, y aquello que se comparte “solidariamente” como un pacto de verosimilitud, no sea sino una teatralidad, un estético juego de máscaras con maquillaje de verdad, esa misma que invita a ser leída, y que su atractivo reside precisamente en su distancia.

Remolques del paraíso. Un título que inevitablemente nos remite a la polaridad  inherente de todas las cosas. Remolque evoca a un algo material, un vehículo de carga. Paraíso vendría siendo su complemento y al mismo tiempo su perfecta oposición. De este modo, nos imprime una metáfora de inquietante y paradójica vinculación. Tres conceptos gravitan sobre el territorio trazado por este tentativo mapa textual: el espacio, el tiempo y la memoria. El espacio urbano, en lo específico, el tiempo, remitido a su indeterminación, y la memoria, manifestada como una bienvenida al olvido que ya somos y que seremos en un mundo tan milagroso como consuetudinario. El espacio urbano se sabe un universo de incertidumbre, como queda indicado: “en una ciudad desconocida, no se saben los modales, susceptible al engaño, se manifiesta la imagen incomprendida, en una ciudad desconocida, las calles parecen superpuestas y las gentes hechas de disfraces, a veces me pregunto si es que acaso realmente alguna vez salí”. En definitiva, una transeúnte obstinada, ante el artificio de una urbanidad tan distante como próxima, y cercana en cuanto amenaza e indefinición.

Definitivamente, no nos olvidemos de la memoria. En esa misma tónica nos lleva a sumirnos en el anonimato, a vernos arrojados, a los rincones de una historia subterránea, como queda plasmado en la concepción sobre la memoria de los olvidados, en los siguientes versos: “simplemente, la historia no quiere recordarnos. Tal vez logremos ser un número, o un voto que nunca fue electo o un loto que nunca salió. Simplemente seremos los que armen y desarmen las pirámides, los que trabajen y corran de la ola sin posibilidad, sí, seremos olvidados”. El tópico del hombre masa, aquel que “mueve las industrias”, es el mismo del escritor que arroja sus palabras y su ritmo secreto contra los pavimentos de una ciudad impenetrable y cacofónica, que nos lleva a simular la realidad de tamaño artificio, la virtualidad de un mundo civilizado, la Historia contada por los grandes. Ella parece sentirse voz que pudiese solidarizar con su palabra. Detrás de ella, quizá vuelvan a reír a carcajadas los cínicos que callan ante cualquier tentativa de conquista, de reivindicación.

También el tiempo se presenta como algo solo “existente tras un velo”, un abstracto que permanece ahí tras algunos vívidos recuerdos y experiencias, digeridas como un algo material, palpable, real, solo mediante la reflexión. Se constata que el tiempo pierde su cuerpo, y el cuerpo va perdiendo tiempo. Así lo expresa la autora: “como un cuerpo involuntario, habla, ríe, desnuda (…) piensa, piensa (como si los laberintos de la mente llegasen a algún lado) olvida, olvida, como creyendo que el tiempo así no va a pasar”. Igualmente, en “a la par en el tiempo” nos causa cierta agitación su capacidad para darle cuerpo en la memoria, a un amigo y a un bosque, que bien pudiesen interpretarse como los nichos de una nostalgia creada, como alguna clase de reducto ideal frente a un mundo -como se sigue de la referencia al espacio urbano- que ella asume como impaciente, automático, calculador. Una sutil excitación. Un entusiasmo que nos hace pensar por un breve instante en la “niña” que lleva dentro, pugnando por manifestarse y recorrer esos bosques, su anhelo de ser más que flor en esos jardines, antes de caer nuevamente, precipitadamente, a la fosa que, de acuerdo a Claudio Giaconi, constituye lo real: “casi sin abrir los ojos ante el precipicio del principio cuando nos mentíamos de nuestras creencias (…) comiendo frutos verdes con la cara del diablo inscrita, aunque tú y yo sabíamos que en verdad nos sentábamos sobre él”.

Es así como experimentamos, de una vez por todas, una sensación de arrojo, y es el peso de la levedad el que sigue a su cuerpo, su cabeza y sus creaciones. Después, en “reflexión arbórea” su propia verdad nos desvela, el hecho, de que no somos más que gentiles e impetuosos animales, en una furtiva búsqueda de nuestras colas. Son esos los acertijos que se proyectan a la manera de la esfinge. Y somos nosotros, lectores, quienes vamos por ahí intentando sortear los abismos y deseos, en los cuales ella nos incita a excavar, más y más, profundo, cerca, así tan lejos, tan cerca. Y la poesía, quizá, sea la tierna sangre, la tierna sombra que choca contra el pavimento de esa realidad, la realidad que, bajo la exquisita precariedad del lenguaje, sólo finge ser reconocida, sólo finge ser descubierta, nada más y nada menos que en sí misma, terrible, fatídica, inefable, fugitiva. Solo una sonrisa, una mirada, un aroma, un sorbo, tras esas palabras sanguinarias y esas siluetas de barro. Tú, lector, no rechazarás introducir tus pupilas, tus venas y tus manos, una vez más, tras sus velos, tras su órbita.