sábado, 3 de junio de 2017

La estación metro Limache tiene una particularidad: los modernos sistemas de desvío a un costado de la vieja casona que servía otrora de andén principal. Existen cuatro, que conectan con Limache viejo, Calera y Quillota. Siempre cuando vengo de Quillota, hay gente que en la hora punta, al cruzar algunos de esos desvíos, suele pasar cerca de una pequeña rampa junto a los andenes, un punto intermedio entre la nueva indumentaria ferroviaria y la clásica estación antigua. Hay ahí una zona cero, una membrana inútil, inadvertida, que no figura en ningún mapa del recorrido; que, sin embargo, sirve de umbral entre ambos mundos: el del frenesí actual y el de la nostalgia pueblerina. Pasa la mayor de las veces vacía. Ajena al propósito general. Pero de repente cobra una función momentánea, como la de acoger a los fumadores impacientes, la de apartar a las parejas hostiles, o la de aguantar la oscilación de ciertos pasajeros algo mareados. A veces se pone ahí más de alguna joven para leer a la rápida, sin contener las ganas de retomar lo suyo antes de que llegue el tiempo de partir, o algún vendedor arreglando su mercancía, mientras observa cómo sus potenciales clientes se marchan inexorablemente hacia todas partes y hacia ninguna.