viernes, 1 de agosto de 2014

Se escribe al comienzo y durante como puro impulso, ánimo de seguir. Se deletrea la ficción a costa de provocar un club de fanatismo y de inquisición. El resto que se gesta a partir del famoso "oficio" (la mayor capacidad, lecturas, conocimiento) se da en el camino, entre los ripios, entre los errores. Hay una manía por "escribir bien", que deriva de una exigencia canónica o lo que llama Bloom, angustia de la influencia. “La literatura puede servir como ensayo para aprender a desleer un mundo", pero las definiciones no importan mucho, si lo que se desarrolla en la práctica es indeterminado. La critica academicista, abogados del diablo, no debiese desalentar a los aficionados. Si tu novia te anima a seguir, el resto importaría poco, o como algo anecdótico, pero no determinante. Se arman una serie de cofradías, de pequeños santuarios o antros de lectura. Ya no se aspira a un paradigma, es preciso conocerlo. Lo que se hace en la práctica es más bien una necesidad compulsiva, una forma de extirpar el órgano de las significaciones.

Enseñar lengua

La poesía como zeitgeist. Cada época con su propio aliento, pero allí aguarda algo que lo atraviesa todo. Es mutable, siendo el lenguaje solo la expresión de esa ¿energía? ¿razón? ¿música? En ese vaivén, el espíritu de la lengua no ofrece tregua. Por lo mismo, Aristóteles hablaba de la poesía como universal, al hablar de lo que podría ser. Es, en el fondo, el principio histórico de que la poesía atraviesa como lanza todos los corazones del tiempo, más allá del lenguaje y de las circunstancias, del llamado contexto de producción, en términos escolares.

Tiene que ver con el grado de universal de cada voz poética. Vallejo hablando del dolor, Holderlin de la alegría. Son tan imperativos ahora, como en aquellos momentos, a pesar de, o precisamente, por esa diferencia vital de origenes y ocasos. Pero reinterpretar su poesia, a partir de esa curva de tiempo, es tambien todo un desafio. Por lo mismo, no me cabe en la cabeza aquella didáctica antojadiza que recurre a una enseñanza cronológica de los autores, como si fuesen almas en pena que, de repente, se invocan en la sala de clases, y que los alumnos deben repetir para nutrirse prácticamente de esa "sabiduría", de ese espíritu letrado que ellos, como cajas vacías, no poseen ¡Se trata de despertar al Vallejo y al Holderlin en cada uno! provocando, a fuerza de sangre, esos sentimientos, a raíz de la lectura, de otra forma no podrán identificarse jamás. 

El error está en situar a la poesía como un trampolín social, como un ideal de sublimación. La poesía es ahí ahora y siempre, de lo contrario, será mejor que la eliminen definitivamente del abstracto panóptico curricular, y volver a la escuela normalista del lenguaje como producción en serie.

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Una especie de ética incómoda aflora en la cabeza del profesor de lengua que, al mismo tiempo, tiene ciertas pretensiones poéticas: no puede simplemente aspirar al espectáculo social y mercantil de la poesía, o peor aún, sentirse parte del grupo de pequeños mesías jóvenes de la literatura "posmo" y ver, por otra parte, el evidente déficit de lectura y la indiferencia hacia escribir que demuestran sus alumnos. País de poetas, ¿pero para quiénes? ¿Leerán tus alumnos alguna vez esa producción, con algún gesto de identificación verdadera? ¿Para quién escribes? ¿Quién te lee? Preguntas del millón.


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¿Cómo se supone que pueda aplicarse la enseñanza de la literatura, si gran parte de los estudiantes, con una mezcla entre desidia e impulsividad, demuestran que no solo no saben leer, sino que simplemente prefieren no hacerlo? ¿Cómo enseñarles que leer es gratificante o, al menos, útil para todos, cuando, en el fondo, se está de acuerdo en que leer no es un asunto de vida y muerte, sino que una elección personal, exclusiva, muchas veces accidental? ¿Es la literatura de verdad enseñable, cuando como mucho acaba siendo escrita y consumida? ¿Es posible inculcar esa "pasión" a todos? Todavía lo ven desde la utilidad, desde la identificación, y eso está sujeto al contexto. Que la letra entre con sangre resulta tentador, pero siempre se confía en que los estudiantes acaben cumpliendo el sueño del constructivismo: que todos somos lectores en potencia, arquitectos del significado (por supuesto, soñadores que ni han pisado aulas chilenas) ¿cómo se supone que los alumnos construyan significado si no hay garantía de que mantengan siquiera la atención de la clase? como mucho leen para salir del paso, amparados por un curriculum invisible. Hay que cargar con una fe y una paciencia a priori, de lo contrario se oscila siempre entre el desencanto y la utopía.


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En sala de profesores, mientras los colegas ya hablaban sobre adonde irían a viajar para las próximas vacaciones, agarré un libro que estaba botado sobre Miguel Hernández, "El oficio de poeta". Como una suerte de broma pedagógica, el epígrafe rezaba: "En igual forma como se fajan los miembros del niño desde la cuna, es necesario también desde la primera juventud, fajarles también la voluntad".