jueves, 2 de marzo de 2017

Se dice que Fernando Pessoa tenía más de 72 heterónimos. Cada uno de los cuales tenía vidas distintas, obra propia. Tanto así que su personalidad original pasaba a ser uno de los tantos heterónimos existentes. Con una amiga ayer, entre chelas, conversábamos en parte sobre eso. Que la supuesta autenticidad de nuestro yo era, por supuesto, imaginaria. Que todos y cada uno éramos en el fondo unos personajes. Que la cuestión pasaba por creerse ese personaje y, de paso, creerse el cuento. Que cada cual, si se lo propusiera, podría perfectamente imaginar que está viviendo más de una vida. Las redes sociales serían, de esa forma, algo así como una relectura de Pessoa. A falta de heterónimos, cada quien construye su propio personaje. Ninguno completamente falso. Ninguno completamente real. Todos, a su manera, dentro de su círculo, dentro de sus límites, queriendo "llevarla".

Proyecto Incita Aulas

Proyecto de reescolarización para niños desertores en Santa Julia. (Incita Aulas). En la entrevista el psicólogo me dijo que no se trataban de preguntas para saber si estaba o no dentro de mis cabales, (poniéndose el parche antes de la herida), sino que para determinar si cumplía o no con el perfil delimitado por el grupo. Una colega recién llegada, en la misma situación de interrogación, bromeó diciendo que tampoco se refería al "perfil de facebook". Reía sola. Le seguía la talla de cerca. En una parte, el psicólogo me pidió que contara a grandes rasgos desde el por qué estudié pedagogía hasta el último trabajo. Larga historia que no precisaba de desarrollo. El psicólogo interrumpió en un momento para preguntar sobre la tesis de grado que trabajé. De la cual recuerdo poco o casi nada. Para rematar, preguntó cuál sería en realidad mi aporte al equipo. Qué sería aquello que haría la diferencia trabajando con ellos. Le dije, sin más, que mi aporte sería reflexivo. Que mi aporte sería nada más y nada menos que pensar, pensar, pensar. El psicólogo, extrañado, señaló si acaso el aporte sería entonces netamente teórico. Un rotundo sí. Agregué que es casi un vicio de mi parte darle vueltas y vueltas a las cosas. Breve silencio. Soltó una sonrisa. El psicólogo intuyó que no estaba hablando enteramente en serio. Que eso no significaba necesariamente que estaría todo el día reflexionando, en un rincón, sin poner un pie en las poblaciones. De esa forma, dio por concluida la entrevista. Solicitó que le enviara el curriculum lo antes posible para armar el perfil completo. Y ponerse manos a la obra. "No te aseguro nada", agregó. Luego, dio una palmada en el hombro, con su protocolar sentido del humor.

Antes de terminar, me volvió a preguntar sobre la tesis. Le dije que era algo literario, sin importancia. Auto broma. Auto ficción. Señalé que era algo sobre una relectura del descubrimiento de América, a partir de una novela. El psicólogo mencionó que también había estudiado licenciatura en filosofía. "Sé de lo que hablas". Preguntó por Todorov. Asentí. Una vez terminada la digresión, recogió unos papeles y abrió la puerta de la oficina. "Así que pensar, eh?" me dijo, mientras se arreglaba y se iba.

En eso llamó una cabra a la reja de la institución. Preguntó por unos documentos para validar estudios. Mencionó que en su casa su mamá nunca tenía tiempo. Que hacía todo lo posible por venir pero no contaba con que siempre debía cuidar al hermano chico. Que siempre algo fortuito o circunstancial le obligaba a recular. "Entienda que ando terrible quemada", agregó. Quedé de avisarle a la coordinadora. Se fue rápido prometiendo que volvería más tarde. Que cualquier cosa ella tenía su número. Vuelvo a repasar, a partir de la niña, el hecho de inducir al estudio, y, en última instancia, sobre el hecho de incitar a pensar. ¿Qué realidad, qué pedazos de vida caben en ese propósito? Porque para la niña, en el fondo, estudiar era un trámite. Pero no uno cualquiera. Uno completamente atípico. Para la niña estudiar no era precisamente digerir materia, ni tampoco regodearse en reflexiones, sino que sencillamente poder zafar de casa. Estudiar era para ella poder manejarse en cada rincón de su barrio, sin temor a represalias. Poder regresar o no regresar, sin importar el futuro. Vestir el vestido de su inconformismo sin que por eso la madre la debiese castigar.