viernes, 3 de febrero de 2017

Un amigo me comenta por interno su panorama de hoy viernes por la noche: empezar la tercera temporada de Breaking Bad, serie que le recomendé luego de que él mismo, hace dos viernes atrás, me pidiera algo entretenido en qué distraerse. Le digo que vale la pena quedarse en la casa un viernes por la noche a verla, aunque se pierda de salir a carretear. Preferir ver Breaking Bad a simplemente salir por la noche pareciera ser, a estas alturas del partido, signo de renuncia, fanatismo, madurez o una bizarra mezcla metanfetamínica de todas esas cualidades. Recuerdo que, tras ver la primera temporada, me señalaba cómo Walter White fue capaz de llegar al límite al construir su imperio de cristales azules, con un fin en un principio éticamente correcto, para luego sufrir en carne propia la transmutación de sus propios valores. Decía que era mucho mejor fabricar algo que beneficiaría a tu círculo aun a riesgo de matarse uno mismo (simbolismo del héroe) que fabricar algo que sería potencialmente dañino para todo el mundo, sabiendo que la ambición de poder también conlleva su cuota de autodestrucción. No estaba de acuerdo con las consecuencias de las acciones de Heisenberg. Sin embargo, la adicción tiene su origen arraigado en un vacío psicológico y existencial irrenunciable. El dilema de Walter White no es otro que el que nosotros mismos nos hacemos en nuestro fuero interno: hacer lo correcto o hacer lo necesario para sobrevivir. Ese dilema no aplica solamente para el negocio de la droga. Aplica para la propia vida. La capacidad de elegir, al filo de la navaja, entre un camino u otro, asumiendo que el viaje de retorno no está garantizado.
“La irresponsabilidad es parte del placer del arte. Es la parte que las escuelas no saben reconocer”. James Joyce. Sueño con que algún día, en una realidad paralela, esta misma frase me la repita un alumno irresponsable en clases, jocoso, irónico, insolentemente jovial, y continué su cometido sin problemas.

20 poemas contra el amor nerudiano

En la lectura poética de El Clandestino en Quilpué de esta noche, se homenajeó a Gabriela Mistral. La mayoría eran poetas mujeres. Sus lecturas eran diversas. Simpáticas ellas. Ninguna parecía demasiado intimidante desde una perspectiva feminista. Al contrario. La presentación oscilaba entre lo musical, lo lúdico y lo ideológico. Hubo algo, sin embargo, que me llamó la atención en la lectura de la última chica. Le pregunté su apellido. Era impronunciable. Se llamaba Verónica. El libro del cual declamó tenía por nombre "20 poemas contra el amor nerudiano", en directa relación intertextual con el clásico poemario del vate. Una relación antagónica, paródica.

Luego de leer esta chica sus versos llenos de referencia al cuerpo erótico, liberado del yugo del hablante lírico adorador de musas, se refirió a los hombres, también poetas, que escuchaban su declamación con entusiasmo. Poseída por la energía de su puesta en escena y en parte por el vino del local, instó a que alguno de ellos diese su opinión sobre la performance, puesto que estaba englobada dentro de un conversatorio sobre escritura femenina, en correcta complicidad con el organizador del evento (que no paraba de echar tallas para parecer empático, siendo también objeto de tallas por parte de una de las lectoras). Al ver que casi ninguno se animaba a opinar o a participar de la convocatoria, nuestra joven poeta arrojó al vacío, mejor dicho, al silencio del local, una pregunta retórica: ¿Qué acaso ningún hombre se atreve esta noche?. Ante la inexistencia de la respuesta masculina, un par de poetas en el grupo en una mesa dijo que esta noche, al ser dedicada a Mistral, sería completamente femenina, por supuesto, para parecer condescendiente con la sutil propuesta de la chica. El animador dice que, ante la interrogante, los hombres podrían quedar para el micrófono abierto, instancia en que casi siempre todo se dispersa, y en donde ya los invitados se van yendo, quedando solo un momento marginal para dar todo de sí o declamar a la mala sin ninguna clase de filtro.

El impasse quedaba, después de todo, resuelto: los hombres de la noche, los poetas, se tomarían el micrófono abierto. La chica de los poemas parecía ya acabar su show para volver con sus amigas o compañeras en otra mesa. En eso, me armo de coraje y le digo a Verónica una última réplica antes de acabar. Le digo que en realidad nosotros esta noche solo vinimos a tomar y maldecir. Por eso la renuencia. Ríe de forma solapada, comprendiendo que en el fondo es así, aunque sonase a un juego irónico. Luego de acabar el evento, me acerco a Verónica para despedirme. Me dice que por qué no leí. Le recalco la razón de que el micrófono abierto resultaba poco digno, ante el hecho de que ya todos querían que la lectura acabase. Y le hago saber además que esta noche era de ellas, en honor a la Gabriela. Ella asentía sonriente, sin ninguna clase de respuesta aprendida, con soltura fresca, casi embriagante. Prometía aceptar la invitación por facebook, mientras agarraba su bolso y el celular iluminado en el bolsillo de su chaqueta. En aquel gesto de despedida intuía que nuestra falta de protagonismo en la lectura no era sino otra forma de adoración. Que el hecho de estar en un rincón, murmurando, sintiendo su poesía femenina sin llegar a comprenderla, era ya a su manera una maldición. Un último verso indescifrable, la constatación de que un puro asunto de lectura y de escritura jamás podrá hacer la diferencia entre nuestro sexo.