sábado, 15 de abril de 2023

Abel Posse: "El escritor es el último Samurai".

"El poder político, los partidos, las ideologías, pretenden agregar, afiliar, al escritor. Pretenden transformarlo en perro, que es el animal doméstico por excelencia, el mejor amigo del hombre. Pero resulta que el escritor, por naturaleza, es gato. Tiene que entrar y salir de la casa cuando quiere. Es infiel para ser fiel. Tiene que tener libertad para andar por los techos y por lugares infrecuentados de los sótanos. La política es casi la profesión de una idea de la moral y del bien. El escritor sabe que el demonio y el ángel combaten en el corazón de cada hombre y que en cada santón de la política se esconde también el demonio de la condición humana.
En suma y finalmente, creo que el escritor no debe afiliarse porque es siempre revolucionario. Un poeta trabaja en la conciencia del amor, de la muerte, del dolor humano, de la felicidad y de la celebración de existir. Es simplemente la conciencia de ser y del ser. No hay nada más revolucionario que recordar el amor y el dolor, el temor y la gloria de seguir viviendo. La política, aunque importante, está por debajo de la gran reflexión del ser."

Abel Posse. "El escritor es el último Samurai". Patricio Loizaga, Revista Cultura – Año VII (Número 34), 1990

A la partida de Abel Posse, samurai del mito

Tras la partida de Abel Posse, vuelvo sobre la historia como sobre un mito. Al hacer mi tesis de grado sobre su novela “Los perros del paraíso” de 1983 (que cumple cuarenta años), recuerdo que dudaba si acaso la idea que tenía de ella se correspondería con la realidad histórica o solo sería otro ejercicio hermenéutico demasiado antojadizo. Así, mi planteamiento sobre "América como un pandemonio", o sea, como un espacio-tiempo marcado por la violencia, el caos y la incertidumbre, tenía que relacionarse directamente con la indeterminación histórica del continente americano y su complejidad ontológica a raíz de su innegable herencia española. Fue a partir de esta postura que mi tesis sobre la novela de Posse fue cobrando una dimensión insospechada, un alcance muy contingente. ¿En qué sentido? Pues, que gracias a la lectura del escritor y su obra revitalizadora del mito pude afianzar una mirada crítica sobre aquellos proyectos reivindicadores de una identidad única y de una pretendida autonomía con respecto a la cultura oficial, aquello que ciertos americanistas llamaban “neocolonialismo occidental”.

Con la visión posseana, logré comprender el origen y el devenir de nuestra cultura hispanoamericana, desde otra dimensión, a través del dispositivo literario que actuaba, en la obra de Posse, como un ejercicio mítico-poético con un fin creativo y, a su vez, desacralizador de las leyendas –negras y blancas- y de los relatos oficiales, casi siempre, en su mayoría, totalizantes, aglutinadores y carentes de matices y márgenes. En Posse, con su novela Los perros del paraíso, se trataba de la “carnavalización” de la América, afirmar su absurdo como punto de origen para la restauración de su historia y de su destino. Nunca se trató de buscar una naturaleza, ni tampoco unas raíces perdidas como “espejos enterrados” (a decir de Carlos Fuentes). Siempre se trató, en cambio, de asumir que no existe una raíz unívoca para Hispanoamérica, porque finalmente lo que heredamos es la tradición española que bebe de la cristiandad de Occidente, y el evidente mestizaje de los pueblos explicaría que hubo, al fin y al cabo, una hibridación total que forma parte de nuestro propia cosmovisión y esquema de pensamiento.

Abel Posse siempre fue contundente en esto: para él, nuestro lenguaje construyó nuestro mundo, por lo que, sin España, sin la lengua española, simplemente no tendríamos literatura hispanoamericana, no sería posible “un Neruda ni un Vallejo”. Seguramente fue esta, entre otras razones, las que le valieron a Posse la enemistad de los indigenistas posmodernos y los promotores de la leyenda negra. Sin embargo, el escritor fue siempre fiel a sus premisas, a sus intuiciones literarias y a su predilección por la mirada mítica, más allá de banderas y de causas militantes. Me quedo con estas palabras suyas, dichas en una entrevista de 1990: “el escritor hace una política inmanente a su obra, en su espacio de libertad. Cuando se afilia o se agrega a la política pública traiciona la naturaleza y ese espacio propio de acción política. En general el rol de escritor es estar a contrapelo. La adhesión y la definición significan la suspensión de su libertad.”. En definitiva, y parafraseando su legendaria frase: “El escritor es el último samurái”.
Ayer ocurrió lo que nunca antes había ocurrido: dos cabros se agarraron a pelear durante mi clase. La cuestión partió con el chico más desordenado de Octavo, quien increpó a un compañero con Asperger, supuestamente, por haberle “sacado la madre”. En un momento de la clase, al estar yo de espaldas a la pizarra, la pelea entre estos dos cabros se volvió más y más intensa, hasta llegar al punto en que el chico desordenado empujó al increpado, botándolo al suelo. Fue así que este último se levantó furioso, con ánimo de pegarle. Ahí fue donde intervine yo, separando al cabro que acababa de ser empujado. En ese instante, conté con la ayuda de su hermana, que sirvió de mediadora.

La clase se interrumpió en el acto. Muchos de los compañeros trataban de apaciguar la pelea, y otros se mostraban distantes, asustados o indiferentes. Desplacé al chico enojado hasta afuera de la sala, y hablé con él junto a su hermana. La idea era calmarlo para evitar que la situación fuera a peor. Mientras tanto, llegó una inspectora a tratar de averiguar qué pasaba. Le expliqué todo lo sucedido y le pedí que contuviera al chico enojado para poder hablar con el otro chico dentro de la clase. Al volver a la sala, hablé con el curso y les pedí encarecidamente que contribuyeran a mantener un buen clima de aula, cuando cosas como estas sucedieran. Muchos de ellos asintieron; otros, seguían con su indiferencia.

Volví a salir de la sala por unos momentos, para poder contarle todo al inspector general, pero no se veía por ningún lado. Entonces, regresé a la sala con la vana expectativa de retomar el rumbo de la clase. No hubo caso. Ya se había perdido el timón. El ambiente lo había perturbado la pelea. En eso, volvió la inspectora con el chico y su hermana. Parecía más calmado. En cambio, se soltó y corrió con mucha rabia hacia la sala. Al querer entrar, tuve que detenerlo y contenerlo, nuevamente. Iba con un solo propósito: pegarle a su compañero, cobrarle ojo por ojo, diente por diente, a quien consideraba su agresor. El cabro aludido, sin embargo, no se encontraba en la sala. Se había logrado escabullir al patio, en medio de la conmoción.

Los dos cabros se habían ausentado de la clase, y uno de ellos fue a buscar al otro. No pasó mucho tiempo hasta que llegó el inspector general. Ya enterado de la pelea, por medio de la inspectora y la hermana del chico empujado, consiguió separar a los aludidos y calmar las aguas. Yo hice lo mío con los pocos cabros que aún quedaban dentro de la sala, en calidad de testigos. Muchos de ellos se habían preocupado por la pelea, aunque nadie se involucraba realmente, por miedo a tomar partido y ser señalado. Les hice saber que cuestiones como esta no podían volver a suceder, que ellos mismos también debían ser parte de la convivencia escolar, que la violencia solo engendra violencia, que no eran las maneras de tratar al otro, aunque yo mismo sabía, en el fondo, que dicha agresión era un síntoma de otras cosas que rebasan la sala de clases y que son ajenas al mero ejercicio pedagógico in situ.

“¿Y si la violencia escolar no es otra cosa que el reflejo de la violencia en la sociedad?”, preguntaba la otra vez una colega, al discutir sobre otro hecho parecido que involucraba a unas cabras del liceo de enfrente. Volví sobre esa pregunta, en el momento que acabó aquella clase, devenida un hervidero sin cohesión. Yo quisiera ir un poco más allá: ¿Y si la violencia de los cabros no fue otra cosa que una violencia internalizada por aprendizaje? ¿Dónde empieza? ¿Dónde termina? Si hiciéramos el ejercicio de desentrañar factores, el golpe de la violencia resonaría en la sociedad completa, porque hay quienes la justifican con argumentos dignos de Maquiavelo, pero también hay quienes prefieren callar y no reconocer su propia sombra, en momentos límites, donde se traspasa la tenue frontera entre la templanza y la barbarie.

Los chicos de la “camorra” se fueron suspendidos durante unos días. El inspector general habló con ellos y con el grupo curso, de manera expresa. Se les comunicó a los apoderados el contexto de la pelea. Todos, de alguna manera, reaccionaron enérgicamente para resolver el conflicto. ¿Pero será suficiente? ¿Quién garantiza que el día de mañana los cabros no vuelvan a enfrentarse? ¿Acaba eso con una eventual arremetida de la “sombra”? ¿Qué hay de nosotros, los grandes, los adultos? Nadie está exento de ser contaminado por la sombra. Nadie puede anticiparse a las voluntades ciegas del otro. La violencia no te avisa, te salta en la cara. Nadie tiene la respuesta suficiente, frente a este fenómeno, porque cuando ocurre, ciertamente, ya ha sido incubado sin que nos demos cuenta. Simplemente, lo que vemos son las esquirlas de una bomba de tiempo, y una reflexión cuyo cronómetro siempre llega demasiado tarde.