miércoles, 31 de enero de 2018

Hoy fue el día definitivo: ella, la inquilina, la única del departamento, se había ido para siempre. El arrendador me lo había confirmado, pero lo supe de inmediato porque el candado de la pieza se encontraba abierto hacía días. Lo que más lamento de todo fue no haber pasado del saludo protocolar ni del favor anecdótico, que ya se había vuelto, en todos estos años, nuestra única forma de interacción posible, puertas adentro. Éramos testigos indiferentes del paso del tiempo y del ajetreo cotidiano del otro. Nunca cómplices. Solo huéspedes por contiguidad. Como mucho, nuestros intercambios de palabras se limitaban a señalar cosas como la compra del gas restante, el solucionar problemas con la cocina, y a veces, el buscar a la gata que se le escabullía de la pieza rumbo a algún rincón oculto del depa, con ánimo lúdico, febrilmente curioso. Una de aquellas veces la gata, al notar de manera accidental que la puerta de mi pieza estaba abierta, se metía rápidamente, escondiéndose debajo de la cama, huyendo de su querida ama, o a lo mejor solo por un caprichoso instinto de merodeo que todavía la costumbre no había conseguido domesticar. Las únicas veces en que ella entraba a la pieza era precisamente para ayudarla a sacar a su gata debajo de la cama. Entonces esta huía de vuelta a la pieza de la ama de forma tan fugaz que no se alcanzaba ni a percibir. Solo asomaba, de repente, el gesto corto de la inquilina, agradeciendo de manera solapada o excusándose por la molestia provocada. Vuelvo a mirar en el borde del suelo y todavía permanece uno que otro vello blanco de la felina. El único recuerdo vicario que aún se guarda por osmosis entre el polvillo y el sedimento de la habitación. De vuelta al living, sin pensarlo, me embarga de súbito una compulsión animal. Entro sin más a la antigua pieza de la inquilina, ahora vacía, desocupada. Camino por entre la fila que da a la ventana. A un costado de la almohada, un oso de peluche abandonado que decía "te amo". Justo al ladito del velador, un pequeño pote con agua donde seguramente bebía su famosa mascota. En completa soledad, habitando su ausencia, estábamos finalmente a mano. Cada quien había entrado en territorio ajeno, a su manera, por su cuenta. El espacio, su vaciamento, su ocupar furtivo, insolente, había hecho lo que el lenguaje, la comunicación, en todo este tiempo, no había podido. Habitar al menos de manera fantasmal, ilusoria, el lugar del otro.
Llamo al instituto preguntando por el pago de enero. Dice la secre que aún no sabe nada. Le respondo que ya es tarde y me contesta que están dentro del tiempo. Que todavía no acaba el día. Que tuviera paciencia. PACIENCIA. El tiempo es dinero, dicen. Cuidado con Dorian Gray.