martes, 12 de noviembre de 2019

Carrusel país: El delirio de Lena y el 18 de Octubre.

Hay una frase como premisa en esta obra: Girar, subir y bajar, resumen de la vida. La vida cual carrusel de emociones, sentimientos, aventuras, desventuras que, reunidas al vaivén del movimiento, propician la formación del teatro del mundo humano. La tragedia, así entendida, deviene la fuerza pura de la naturaleza, aquello indómito, inabarcable, por eso mismo, vital, ese “canto del macho cabrío” como celebración de una voluntad que en sí misma encarna la totalidad de la experiencia. Nietzsche, en una de sus relecturas de la cultura griega, hablaba del espíritu de la tragedia como aquel espíritu que representa una fuerza afirmativa de la vida aun en sus aspectos más abyectos, sobre todo en esos aspectos que vienen a configurar el inconsciente del hombre desde tiempos inmemoriales. Y he aquí que El delirio de Lena (2019), la última obra dramatúrgica dirigida por Carolina Aparici, y basada en su texto dramático homónimo (2017), se levanta como una ópera trágica, en el sentido de que apuesta por volverse una tragedia en su sentido más estricto, podríamos decir, originario. Es trágica no solo porque en ella la sangre, la violencia y la muerte sean motivos recurrentes, ni porque en ella el destino parece implacable para todos los personajes, sino que lo es porque, como se anotó anteriormente, concilia tanto el lado luminoso como el oscuro y proyecta, bajo esa dualidad sinérgica, el drama psicológico de un padre perdido con su hija huérfana de madre. 

En una revisita al mito de Electra desde una mirada sumamente contingente y atingente al estado de cosas, El delirio de Lena se propone indagar en la herida abierta de la sociedad desde su núcleo duro: la familia, o, mejor dicho, lo que queda de ella, la ruptura, la llaga que le pertenece también al individuo y que lo configura como sujeto desecho, sujeto a sus desechos. Hay en esto una preocupación social que se asocia mucho a Radrigán con su teatro consciente. Recuerdo que el primer acercamiento a la representación teatral de la obra fue el 18 de Octubre en el Teatro IPA de Valpo. Ese mismo día, una multitud de jóvenes decidieron evadir diversos metros de Santiago, gatillando el posterior estallido social por todos conocido. Conversé con Carolina, y decía que no fue casual que el debut de Lena fuera justamente ese día. Se trataba quizá de una “coincidencia cósmica”, merced a los tiempos venideros. Y si lo vemos en perspectiva, podría ser un indicio perfecto del Kali Yuga, la época del conflicto y la confusión según la cronología hinduista. Basta con conectar los referentes de la obra con lo sucedido en Chile para interpretar este punto: Por una parte, el padre alcohólico, que podría simbolizar la figura de autoridad (política), sufre de una ambivalencia moral en el hecho de querer proteger a su hija pero, al mismo tiempo, reprocharle la muerte de la madre. La hipocresía del padre vendría siendo la de la autoridad completa: vigilar y castigar, dar y a la vez quitar, doble vínculo enfermo que supone la dependencia del vástago y su anulación constante como sujeto de voluntad y criterio. Por otra parte, Lena, la hija, pasaría a simbolizar a la sociedad, pero a aquella facción invisibilizada de la sociedad, que resiste los embates del sistema pero que, a la vez, los desea y, en cierto modo, necesita, confundiendo su pulsión de Eros con la de Tánatos. Su deseo del padre deviene dolor en la medida que lo siente ausente, esquivo, decadente, a ratos, hostil, falto de confianza, de orgánica. Pero su deseo siempre es más fuerte, porque, bajo la premisa trágica de la obra, Lena se arrastra hacia él cual fuerza de la naturaleza, sin la reflexión necesaria, solo dejándose impulsar por un hervidero de emociones encontradas y en disputa que se resuelven sobre la marcha y de la peor manera, como vemos durante el desarrollo de la obra, en el odio constante al padre, su escape hacia la calle, su relación efímera con un extraño y la posterior escena de ejecución. Matar al padre también sería un postulado del complejo de Electra, si no fuera porque ese padre, en sociedad, solo encarna un conjunto vicario de caracteres dominantes. Liberarse de ese yugo sería liberación, pero a la vez, abandono, nihilismo. Nada acaba realmente. Todo recién comienza. La sangre en el carrusel gira, sube y baja. La sangre que la hija arrastra consigo. La sangre del otro que es también la suya. 

Después de todo, el delirio de Lena encarna el drama colectivo en su conjunto. Se refiere a Ernesto, el padre y Lena, la hija, en su relación, hasta cierto punto, incestuosa y parricida, pero también se refiere a ti, a mí, a los tuyos, a cada uno de los desplazados por un sistema enajenante que siempre hace la vista gorda y los oídos sordos. Una máquina de producir bastardos que solo le interesa jugar al juego de la humillación y la postergación. Por eso, para dar cuenta de esta realidad, la obra no se propone transgresora solo en el contenido, sino que también en el aspecto de la forma. De partida, el tiempo lineal aristotélico no existe acá. Todo es un caos temporal, sin dejar de lado la coherencia interna de los acontecimientos. Los capítulos parecen casi obras en sí mismas, articuladas por una voz en off (¿la propia Aparici?) que rezuma una atmósfera envolvente cual presencia más allá de la diégesis. En el texto, el pasado, el presente y el futuro están señalados, pero es el lector el que tiene que reconstruir la lógica de la secuencia. Al momento de visualizarla en escena, esta digresión cronológica se encausa con un poco más de sentido, merced a la acción y a la cambiante escenografía que muta según sea el contexto espaciotemporal de cada capítulo. Y es en esto de la acción que acierta bastante, porque una de las más arriesgadas propuestas de El delirio es esa: emprender un teatro en movimiento que va más allá de la diégesis del escenario y baja hacia el público para hacerlo también partícipe de la ficción de la obra. De hecho, aquel 18 de octubre muchos espectadores quedaron sorprendidos ante la irrupción de algunos personajes como la propia Lena escabulléndose por entre la gente, y Ernesto que la perseguía, preguntando incluso a algunos de los presentes si la habían visto. También destacaron en ese punto el Señor X, quien luego de conocer a Lena comienzan a contraer un deseo mutuo, algo volátil, pero recíproco. El Señor X con Lena bajaban también en varias ocasiones hacia donde estaba la gente, buscándose, encontrándose, volviéndose a buscarse, hasta perderse, y así. En ese ir y venir, en ese girar, subir y bajar –como reza la propia obra- se hallaba el verdadero carrusel. El delirio iba más allá de Lena y ya le pertenecía al propio público, testigo del carrusel trágico, incluso cómplice voyerista de su movimiento circular y ondulante. Apenas volvían de aquella instancia de frenesí, y ya concretado el sangriento clímax, el telón iba cayendo de a poco ante el público ensombrecido, todavía demasiado obnubilado por la visceralidad de los hechos y el dinamismo de su estructura interactiva hasta el punto del desquiciamiento. Un video proyectado a modo de cierre servía de epílogo audiovisual para un delirio de proporciones. Al salir de la función en masa, en los medios se informaba sobre la quema de varias estaciones de metro, incluyendo el edificio ENEL y una sucursal del Banco Chile. Santiago ardía. Todo había sido subvertido. El país mismo se había visto aquel carrusel. Girar, subir y bajar. Entropía y renovación.



Me decían por interno que en Bolivia pasa algo paradójico: por un lado, el ejército emplazó a Evo Morales a dejar su mandato, a modo de "sugerencia" de parte de las FF.AA (me imagino de qué clase de sugerencia se pueda tratar); y, por otro, el propio Evo renuncia a la presidencia con tal de evitar conducir al país hacia una inminente guerra civil. De acuerdo a esta figura, sería una especie de "Golpe pasivo" en el cual el mismo cabecilla se ve obligado a renunciar, propiciando las circunstancias adversas para que lo haga deliberadamente. Además, se veía que algunos militares bolivianos se ponían de parte del pueblo, (incluso aquí celebraban ese hecho como si se tratase de un "despertar de la consciencia") cuando en el fondo esos militares representaban solo a la facción que estaba decididamente en contra de la perpetuidad de Evo en el mandato. Y, por si fuera poco, el mismísimo Trump se pronunció respecto a esta evidente señal política, a modo de advertencia para los respectivos gobiernos de Maduro y Ortega. ¿Le suena a algo que ya haya sucedido? El cuadro queda completo. El tiempo histórico recicla sus mismos traumas. El proceso de la historia deviene una espiral, una serie de eventualidades que giran sobre un mismo eje y repiten un patrón ¿cuál será ese? Antítesis y confrontación de un poder sobre otro, sin garantía de síntesis.
He estado pensando en los pros y contras de ser Pareman: Por una parte, se apropian tanto de tu figura que hasta te vuelven un superhéroe de comic al estilo de un Avengers criollo (Capitán Alameda), todo amparado por el contexto social y su ingente necesidad de levantar referentes heroicos de combate (ya lo dijo Joseph Campbell respecto al correlato mítico del héroe en la historia). Aunque, por otra, te vuelven objeto de cosificación por redes sociales dada tu actitud en el campo de lucha, a tal punto que hasta te acosan y te mandan mensajes de evidente deseo, delatando así tu anonimato y tu trinchera silenciosa. Pese a todo, no quieres sacar provecho de esa pequeña fama involuntaria. Estás demasiado compenetrado con tu activismo que no se te pasaría por la cabeza cobrar derechos por la apropiación cultural de tu figura para la construcción de un personaje de ficción, y eres demasiado piola como para consentir las necesidades de atención de un grupo de féminas que no lograron ver más allá de la apariencia y se quedaron solo con la forma de tu fondo.