sábado, 22 de octubre de 2016

Si bien es cierto que se escribe con más énfasis cuando se está de alguna forma angustiado o preocupado, no por ello el ejercicio debería terminar. No es algo que para simplemente porque baja su rendimiento o porque pierde su impulso. No se trata de un jodido mecanismo productivo. Por eso no concibo la aparición de libros en serie desde el rótulo literario. Tiene que ver más con la respiración y el aliento de cada escribiente que con el cumplimiento de un contrato a tiempo. Aquello va más allá de su puesta en práctica. Sigue conspirando en la mente y el espíritu esperando la mejor oportunidad, solo que si no sale eyectado de uno mismo -como diría Bukowski- mejor mantenerlo adentro, revolviéndose, esperando el mejor momento para su transgresión material. Siempre se está escribiendo, y lo que uno llama escribir ya parece el mero hecho de pensar en una idea, de pensar en la criatura antes de siquiera verla concebida. Es lo que yo llamo escritura nonata, la aparición de un nuevo texto antes de ver la tinta y la luz.

Cuántos de esos textos todavía adentro, algunos aún en proceso de hibernación y otros derechamente abortados. Como sea, a estas alturas, todo sirve para ese ejercicio furibundo, inclusive los ruidos televisivos extraños del inquilino más cercano, inclusive el grito del estacionador de vehículos a lo lejos a una cuadra, inclusive el sonido de los latidos de corazón de la pareja, cuando se trata de sumar caracteres en tu archivo textual, todo se vuelve un anecdotario. Hay que escribir sobre todo lo que pasa, en esto no hay límites ni filtros. El hecho escribiendo llega a uno como una intuición, como un golpe de suerte o una corazonada. No hay nada medible ni formulable en ello. Llega la maravilla de la casualidad rauda, esperando encarnarse mediante una pluma determinada. Si llega a ti, solo ve y dale texto. Ya le habrás dado suficiente.