martes, 27 de noviembre de 2018

Me cagó una paloma en el hombro izquierdo de la chaqueta. Miré al cielo raso, un sol furibundo. Ni vistazo de la paloma. La textura del cagazo era líquida, incluso transparente. Al rato, ya se había secado y quedaba en forma de mancha. Le mostré a mi mamá el cagazo seco. De inmediato, dijo que no me preocupara, que eso significaba señal de buena suerte. Al darme la noticia, me dio una palmada en el hombro derecho, podría decirse, en un acto reflejo, casi como evitando el otro hombro. Mi hermana, también presente, asentía la afirmación, repitiendo que la buena suerte provocada por la cagada de paloma podría traducirse en plata. Ninguna de ellas había hecho explícito el origen cristiano de la creencia, ni siquiera mi madre, atea conversa. Pero eso ya no venía al caso. Todo lo que decían estaba dicho en forma de sugestión más que de real convicción, de modo que, pensando en la posibilidad de la creencia, pudiera olvidar por un momento el impasse de la chaqueta cagada. Un singular relato escatológico, devenido intervención divina, y, luego, interpretado como buen augurio, o, acaso, como placebo psicológico. Los hechos demostraban que la posibilidad estadística del cagazo era real (y recaía, como singular ejemplo, sobre mi persona). La creencia insistía, por otra parte, en su carácter milagroso. Entonces ¿sentirse incómodo o sentirse bien? Realismo vs optimismo. Ambos reñidos por el mojón en el hombro de una chaqueta. La paloma, su cagazo, a pesar del sentido común, condensaba en sí misma el azar, lo divino y lo absurdo. Ese era, a fin de cuentas, el auténtico milagro.