viernes, 25 de septiembre de 2009

La pequeña muerte de Chile

A pesar de la falsa modestia de cierto tipo de gente (que no me atrevería a mencionar, frente a un saludo público ni en un buen refrigerio, ni siquiera en tradicionales noches de paz en donde el vino parece inflamar las paredes estomacales), me aproximé castrado de temperamento hacia aquel mediático semblante, cuando pasaron un par de horas desde que ella se desvelaba con tec cerrado en la falda de la escalera; puesto que la gravedad no es algo con lo que se juega sino se desafía. Encontré razón a una de esas actrices del fetichismo en el momento en que sintonicé el programa y su local de reparto a unas cuadras de la plaza central.

A pesar de la audiencia despavorida allí en el estudio (esa muchedumbre pomposa que olía a la sustancia etílica que defeco cada mañana de locura), me colé importunadamente, cubierto de faz y manos, únicas señales de sumisión. Los amplificadores asimilaban martillazos eróticos, o al menos eso era lo que me proclamaban en subtexto sus corruptas mentes.

De repente llegué a una, unas, unas seis salas, alineadas todas en vertical espacio. Había unos cuantos fudres decorando sutilmente el contexto, nada inusual entre cráneos y bocas echadas en tanta flacidez conjunta. Finalmente llegué a la sexta sala, hacia la puerta contigua, flemático ante el unísono, considerando consejos reprimidos en la infancia: no temas, no seas como ellos, no temas como ellos, nunca como ellos. Mis manos grasosas hacían aún más absurdo mi acondicionamiento ante tal panorama de excesos. En momentos como esos se me hacía más coherente transpirar que gesticular algo. Rasgos fingían misterio.

Unos cuantos metros y antes de respirar la salida del salón de pandora, una pequeña mujer en flor (no debe haber tenido más de 12 años) me salió al encuentro, vistiendo un sostén, ligas y un corsé raro para su edad, aunque se me hacía oportuna la idea de preguntarle por alguien (no imaginé lo que ustedes creerían que imaginara). Era un contacto práctico, un apunte discreto acerca de la ubicación espacial del motel, apuntando ciertos asuntos de interés.

Omnipresente siempre, llegué puntual a la reunión con aquella colorida actriz. En estallidos plásticos, entre pláticas post nocturnas, efusivo di otro paso exhausto en este portal. Con un corcovo debajo de la chaqueta, representando el bulto de cierto objeto inconcluso para mi genealogía y rol dentro de este juego, hablé con la actriz. Ella me ignoraba, con una postura lógicamente material, considerando la diferencia de edades. Yo por dentro, cada vez más afiebrado, hipertenso, venoso, ya no por efectos de la cloaca incidental, sino que por la cloaca dentro de mi cuerpo. Intenté todo para poder hacer a esa experimentada dama entretenida por un instante: Látigos, terciopelo, cámaras de hule, sillas pronunciadas, vibradores, manchas amarillas y demases, pero todo el testimonio fue completamente inútil. Ella se resistió a quitar sus dedos de mi garganta. Intenté todo para calmarla, llegando incluso a arrancar de lugar su maquillaje hasta reducirla nadando en vómitos.

Realmente no llegó a nada puntual, solo recuerdo que se activó un botón, sonó una alarma de pánico, temía que lo utilizase para sus malévolas creaciones. Por el portón exterior del estudio las cámaras apuntaban a mis ojos. Ciego, estaba exaltado. Seres de hule entero me sostuvieron. Hice todo lo posible. Mi boca ya no articulaba, solo era el tubo de escape de esa inaudita y viscosa materia, para jugar al maldito juego del niño rico, del rebelde con pensamiento florido, del pendejo que juega a tener el mundo entre sus manos.



2006