domingo, 23 de julio de 2023

Barbenheimer

El estreno de Oppenheimer coincidió con el de Barbie. A ese atractivo y explosivo fenómeno se le llamó Barbenheimer, un estreno sin precedentes en la historia del cine, al punto de que se juntaron dos grandes clases de públicos objetivos. Al ir a ver la película de Nolan, me percaté que una gran masa de gente salía de ver Barbie. Chicas vestidas de rosa, señoras con sus maridos, algunos con poleras de la película, padres con sus hijas, no muy entusiastas con el fenómeno pero comprometidos con su familia. Atrás de la larga fila para Oppenheimer, en cambio, mayor número de adultos y adultos jóvenes de todos los pelajes, sin distinción definida, acaso un ethos socioeconómico y cultural clasemediero, aunque nunca tan marcado. Las masas cinéfilas acaban armando su propio nicho y hacen de su gusto una identidad. Ello no impidió que los seguidores de Oppenheimer se mezclaran con los de Barbie, o que fueran a ver ambas películas por motivos disímiles. Había quien, siendo seguidor del cine de Nolan, vio Barbie para “quitarse la curiosidad” o fundamentar su crítica. Y también había quien, siendo seguidor de Barbie, fue a ver Oppenheimer mediante el gancho de la “bomba atómica”, y una radiactiva operación mediática. A la larga, el universo del cine puede congregar perfectamente el mundo plástico, rosa y materialista de Barbie y el mundo bélico, gris, oscuro y conspirativo de Oppenheimer, sin que medie ninguna disonancia, incluso con afiches generados por IA, donde se mostraban ambos mundos fusionados, como en una suerte de película paródica. Frente a la renovada sociedad del espectáculo, Barbie y la bomba atómica pueden coexistir. Al que no le guste la muñeca, siempre tendrá la oportunidad del juguete de guerra. Al que no le gusten las bombas ni la historia, siempre tendrá la oportunidad de evadirse en una fantasía color de rosa. Y sus espectadores podrán repetir alegremente: "Ahora soy la muerte, la destructora de mundos: come on, Bobby, lets go party".

Prometeo americano: la bomba de la muerte y el fuego de los dioses. Reseña sobre "Oppenheimer" (2023) de Christopher Nolan

“Ojo con el ojo numeroso de la bomba

que se desata bajo el hongo vivo.

Con el fulgor del hombre no vidente, ojo y ojo.”

Oscar Hahn, Visión de Hiroshima.


La guerra. La bomba. La muerte. Un fuerte rumor los vuelve a instalar en el escenario planetario, un rumor que ruge con la furia de los tiempos, y es que el presente se muestra menos estruendoso que en aquellos años previos a la Segunda Guerra Mundial, pero advierte una siempre inminente amenaza nuclear, como si se tratase de un designio. Heidegger había dicho sobre la bomba atómica que comenzó a explotar hace dos mil quinientos años, con el poema de Parménides. Es decir, con la pregunta que el poema instauraba, se daba pie a la ciencia futura. Sin embargo, el filósofo no veía nada fatal en la historia, al menos no como en el determinismo marxista. Los físicos que desarrollaron la fusión nuclear nunca pudieron dimensionar siquiera las consecuencias de la bomba. Aun así, la bomba fue una realidad, y lo sigue siendo, hasta el día de hoy, en esta era "post atómica".

Christopher Nolan con "Oppenheimer" nos invita a volver sobre esa vieja pregunta en el poema de Parménides y a cuestionarnos nuevamente el hongo atómico y su origen, buscando "qué hacer con tanta ceniza" (como diría Oscar Hahn en su poema a Hiroshima) a lo largo de la historia. El cuestionamiento que hacía el filósofo alemán sobre la técnica no era gratuito, y apuntaba al paroxismo de una era moderna que era la expresión última de la metafísica. "A fuerza de técnica, aún no percibimos el ser esencial de la técnica”, y es este ser el que lleva al espectador de Oppenheimer a indagar en los alcances existenciales del “padre de la bomba atómica” y en la probable dimensión poética de su explosiva “creación”.

La película plantea a Oppenheimer como el Prometeo mítico, en una fiel adaptación del libro “Prometeo americano” de Martin J. Sherwin y Kai Bird. Nuestro protagonista, en efecto, fue ese titán que mediaba entre el “fuego olímpico” de la física nuclear y la humanidad. Solo una fórmula y una visión fueron suficientes para que el físico emprendiera su máxima búsqueda científica allende la teoría. El contexto geopolítico demandaba premura: los alemanes no podían adelantarse al hallazgo de la fisión y fusión nuclear, porque con eso se decidía el futuro de su bloque estratégico. Por otro lado, los soviéticos hicieron lo suyo, una vez derrotado el Eje.

Ante los avances en los trabajos del Proyecto Manhattan, las sospechas recayeron luego sobre un integrante del equipo de Oppenheimer, cuestión que, a la larga, le costó caro, pese a su invaluable contribución y a su jurada lealtad al gobierno norteamericano, o tal vez precisamente por ello, porque sabía que, en medio de la carrera por el poder nuclear, su hallazgo ya no le pertenecería, le sería arrebatado para usufructo de los “señores de la guerra”. Tal como Prometeo, nunca fue capaz de imaginar el alcance de su hazaña, aunque supo enfrentar con hidalguía el castigo por su osadía. Jugar con el “fuego divino” tiene su precio. Jugar con la energía creadora que da vida y que da muerte, puede significar el ascenso a los cielos o el ascenso del infierno. Eso lo supo Oppenheimer tras la paz interrumpida de Hiroshima y Nagasaki, tiniebla que vuelve a acechar de tanto en tanto la consciencia de los implicados y la memoria de los caídos, como en un eterno revoloteo de águilas devorando las entrañas de su presa. Castigo de los dioses. Castigo atómico.

Pero volvamos al cuestionamiento que se hizo Heidegger sobre la bomba atómica. ¿Cómo interpretar aquella explosión que habría comenzado a explotar en un poema? Una posible respuesta la podemos encontrar en la primera prueba de “explosión nuclear”. Esta tuvo lugar en la localidad de Los Álamos de Nuevo México, el 16 de julio de 1945, misma donde luego se desarrolló un laboratorio a campo abierto, en la llamada “Jornada del muerto”. El nombre de la prueba era “Trinity”. ¿Por qué tenía ese nombre? La respuesta hay que encontrarla en una misteriosa amante que tuvo Oppenheimer, la psiquiatra Jean Tatlock. Su relación con el físico es clave para comprender el porqué del nombre Trinidad y, por extensión, el por qué mismo de la bomba. Jean habría sido la que introdujo a Oppenheimer en la poesía de John Donne, el clásico poeta inglés. Había unos versos de Donne que el físico consiguió memorizar: “Golpea mi corazón, Dios uno y trino”. El recuerdo sobre la lectura de Donne y su nexo con la pasión romántica tuvo un impacto tal en Oppenheimer, que bautizó a la primera bomba con el concepto de la Trinidad (Dios uno y trino), como en el poema que fuera descubierto por obra y gracia de su amante. Es esta pura anécdota la que nos lleva a pensar que, efectivamente, el “ser de la técnica” al que se hacía referencia era esa “alma” contenida en la visión de la palabra poética. En cierta manera, podríamos decir que “Trinidad” explotó verdaderamente en el poema de John Donne, releído luego a la luz de la fisión y la fusión amorosa, tan mortal como la fuerza de una decena de megatones.

La poesía también puede hacer colisión, tal como la violencia. No se comprende la cuestión humana sin esa zozobra de la voluntad primigenia y sin esa colisión con los elementos que la llevan a romper sus propios postulados (el dilema de la teoría que aquejaba a Oppenheimer al comienzo). Para hacerse acción, la teoría debe hacer implosión sobre sí misma, rebasar sus esquemas con un simple movimiento, una magistral fórmula o, incluso, un prístino verso. Por eso es que Oppenheimer acierta al sugerir esa relación furtiva entre el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica y el reino de la connotación de la poesía, en donde todo es tan peligroso como posible.

Lo genial de Oppenheimer es que nos retrotrae a una época que, de alguna u otra forma, funda nuestra radiactiva memoria histórica contemporánea. Inclusive tiene su parangón con el universo cinematográfico de David Lynch. Fue inevitable acordarme de aquel legendario episodio 8 de la tercera temporada de Twin Peaks, aquel en que se presenta la misma prueba atómica del año 45 en Nuevo México, solo que vista desde la mirada lynchiana. ¿Al principio fue una gran explosión? La bomba en la ficción lynchiana era capaz de condensar la energía del universo, en toda su capacidad destructiva. pero también en toda su belleza inconmensurable. Esa prueba inicial sería el detonante de todo lo que ocurriría de ahí en adelante en el bizarro y mítico pueblo. Lynch nos confrontó con el horror de la verdad: el hongo atómico habría debutado en América. El mal en Twin Peaks no sería sino su manifestación clandestina, subterránea. Así también, en Oppenheimer, el poder de ese “fuego robado a los dioses” lo rebasaría todo, y quien se haga de él, corre el riesgo de invocar la tragedia o ser devorado por las llamas de la desintegración y deshumanización, el cese de todo lo vivo, la materia en la que el espíritu solloza, porque así ya fue previsto en aquel pasaje del Bhagavad-Gita: “Me he convertido en la muerte, destructora de mundos”. Puede que la bomba sea una metáfora del universo: sin origen definido, solo estallando y expandiéndose, consumiéndolo todo. El hombre que se atreva a poseer el fuego de esa verdad hará historia, pero será consumido por ella, como todo lo demás.