sábado, 11 de noviembre de 2017

Ánimas

I

Unas animitas en la carretera camino a Quillota, varias de ellas, inamovibles, imperturbables ante el paso furioso de los vehículos. Una que otra conseguía moverse solo por la acción de la inercia. Y ese movimiento no era otro que el de los distintos motivos y cruces que adornaban el pequeño santuario. Se entiende que los deudos honran la muerte de los fallecidos, estableciendo allí una instalación que les ayudará a mantener vivo su recuerdo, o bien creyendo que en el lugar de los hechos su alma sigue rondando, de modo que la animita vendría a ser un templo y a la vez una señal de que la persona en cuestión sigue ahí, pero en otro plano. Así, para los deudos estos muertos con animita adquieren automáticamente una cualidad santa y milagrosa al ser transformados en objeto de memoria o de adoración. Lo realmente interesante es que ese proceso de la creación de la animita sucede de manera subjetiva, por pura fuerza de voluntad o por una significación demasiado particular, por lo que pueden existir animitas de personajes que no necesariamente fueron un referente moral ni eclesiástico, como en el caso de Emile Dubois (un ladrón), Balmaceda (un agnóstico) o incluso el de muertes trágicas, como la animita de Panchita en Valparaíso. En ese proceso creyente no interviene la moralina de la Iglesia. No caben allí medidas de tipo institucional. Lo sagrado ahí se expresa nada más que por la fuerza secular de la reminiscencia. Nadie canoniza a los muertos velados en animitas. Su santificación es completamente clandestina. Nada más democrático, nada más fascinante que esa pagana interpretación de la muerte.

II

La imagen de las animitas en la mañana, esos extraños santos seculares en la carretera, resistiendo el embate de la intemperie y la velocidad. Luego, en la tarde, en plena avenida, la imagen de una caravana de autos siguiendo un carro fúnebre, tocando la bocina a raudales. Silenciosas y bulliciosas muertes anónimas. Hay una itinerante relación entre la muerte y los accesos vehiculares. Una prueba de que los muertos pueden celebrar su paso por el mundo, a la vuelta de la esquina, o bien, yacer de forma estoica, contemplativa, en las afueras de la ciudad, de camino a la próxima.