sábado, 13 de abril de 2019

Me encomendaron el favor de editar poemas y realizar el prólogo de una antología. El favor lo pidió un amigo poeta, "el poeta peluquero". Cabe señalar que el amigo me tiene una fe ciega, fe alimentada por el hecho de que yo mismo prologué alguna vez su libro y participé junto a él en otra antología pasada. Copiando y pegando los textos de los autores en word para luego ir calibrando la ortografía y la redacción, recordé de pronto que dejé hace rato esas lides. Yo, quien acostumbrado a las lecturas de café universitario y barucho y a las menciones honrosas en antologías, se había hecho la idea de publicar algo en calidad de "poeta", algo medianamente decente, hoy por hoy prefería ir por la suya y abocarse al ejercicio obsesivo de la prosa, visualizando aquella época con una mezcla de nostalgia y suspicacia, y perseverando cabeza gacha en la labor improvisada de la edición y la reescritura. En el momento que trabajaba sobre los versos, la métrica y los motivos de los poemas de ciertos autores, me veía haciéndolo lentamente, a paso cansino, con cierta despreocupación, como quien corrige rúbricas pal colegio, con un ánimo impersonal, digno de un agente fantasmático. Le pregunté al amigo que faltaban los poemas de un par de autores a la sazón de la antología. Prometió avisarles para que así engancharan los textos restantes con tal de agregar el prólogo y dejar el libro cocinado. Según su etimología, antología tendría el sentido griego de "selección de flores", entendiendo por flor, lo "mejor", lo "más excelso". Volviendo sobre los textos, no puedo evitar mirar con recelo aquellas esporádicas apariciones en antologías poéticas, (aquellas flores maltrechas demasiado verdes o demasiado frescas), y ahora echar mano de una que está a punto de salir, pero ya no en calidad de seleccionado, sino que desde el punto de vista del cosechador, del exprimidor, procurando sacarle todo el jugo posible a aquel amasijo de flores heterogéneas, proyectando su propio y perdido concepto aromático en ellas, como quien elige la mata perfecta para colocar a la tumba de su viejo imaginario.
"Debajo de mi oficina hay prostitución", señaló Felipe Alessandri, el alcalde de Santiago. Luego de notar su existencia, estuvo de acuerdo con instaurar un barrio rojo en la comuna, con tal de controlar el que, a su juicio, sería comercio sexual clandestino. "Nunca la vamos a eliminar, es la profesión más antigua", sentenció, con cierto dejo de resignación, después de haber intentado erradicarla tomándoles fotos a los autos de los clientes para enviarlas a sus casas. Según Alessandri, el barrio rojo es como el vertedero o el relleno sanitario: nadie lo quiere, pero resulta necesario. La medida adoptada por el alcalde podrá parecer la flor del progresismo, tratando de emular la experiencia del Red Light, el barrio rojo de Ámsterdam, pero no revela otra cosa que la misma perspectiva liberal. Un comercio sexual perfectamente regulado, bajo el amparo de las leyes laborales, tributando al Estado, ya no con la faz de la descomposición moral, sino que con el rostro cínico de la integración económica.