martes, 14 de agosto de 2018

Tras el fallo por la despenalización del aborto libre en Argentina, fue convocada una apostasía colectiva de parte de una coalición laica a modo de repudio contra la iglesia. El gesto era ante todo político. Operaba de forma que los otrora bautizados bajo la fe católica pudieran renunciar a ella con suma legitimidad. Uno de los tantos apóstatas consultado por Infobae y también pro aborto, decía: "La religión es un chamuyo. Una forma de dominar y manipular. ¿Qué es la Fe? Me enoja la injerencia de la Iglesia católica en el aborto. Tienen abusos y no lo dicen. Son impunes, y están respaldados por el Estado". Las filas para un trámite tan masivo eran enormes. Tantas como las filas que se congregaron para aguardar o denostar la presencia del Papa argentino. El rebaño negro acapara entre sus filas a los conversos más radicales. Lo curioso es que aquí el acto de la apostasía funciona bajo otra variable distinta a la del mero debate gnoseológico de la creencia. Lo que se discute ahí es la Iglesia y su milenaria falta de probidad, y el signo de su decadencia comprobable en su inadaptación ética a los tiempos modernos. Pero ojo, no nos engañemos. La iglesia en cuanto institución está más arraigada que nunca en el Vaticano como centro neurálgico de su materialismo financiero. Lo que va cayendo es más bien su representatividad, su edificio ideológico, su manto de integridad metafísica en consonancia con una moralina tan galopante como anacrónica. El gesto de la apostasía no discute, dicho sea de paso, el problema de Dios, porque en términos prácticos no entra siquiera en la discusión, y es irrelevante. Es el desentendimiento orgánico de los antiguos devotos para con los supuestos representantes terrenales de su credo. Un agnóstico que se precie de tal, en este sentido, solo podría ser apóstata si ejecuta este dispositivo burocrático con el fin de solidarizar con una causa que encuentra, a su juicio, justa, pero encontraría ridículo sencillamente cuestionar un mentado orden divino en la tierra que nunca fue tal, que nunca fue otra cosa -tomando las palabras de nuestro legendario ex ministro de cultura- que un montaje secular, quizá el más grande y lucrativo montaje de la historia: el de una institución garante de un orden superior que no existe sino en la mente y corazón de sus feligreses. Sin embargo, solo renuncian los que alguna vez creyeron. Ir en contra es otra forma velada de reconocer la existencia de aquello que se ataca. No se puede renunciar a lo que nunca se estuvo adscrito. Si hablamos de bautismo, por ejemplo, este no tiene efecto si aquel que lo recibió fue forzado de chico por tradición. Fue bautizado pero nunca supo por qué. El efecto de esa agua sagrada sobre su frente ya no puede tener más efecto ni significancia que la del agua salina o el agua de una manguera conectada al grifo del barrio de la infancia bajo un imponente sol abrasador.