Era ella. Últimamente todo el tiempo se debatía en torno a sus espasmos interiores. Me inquietaba el hecho de proyectar la idea atrapada en su vientre, porque eso era en un principio: el milagro provocado por el placer, y luego la idea en nuestra mente sobre la creatura y todo el molde de una nueva realidad que ella traería consigo. Un Golem existencial, el dilema del origen y del fin.
Todo era ella. Su sueño acuñaba imágenes paradisiacas, seguidas de escenarios idílicos, sueño por el cual debíamos luchar y organizar nuestro aniversario juntos, toda una novela que añora consentidas patologías y sensaciones, no del todo escritas, pero tampoco, no del todo olvidadas.
Durante la velada, ella miraba al cuadro de su madre, mientras conversábamos entre copas sobre lo que seríamos en el futuro. Ella, hermosa como nunca, dionisiaca en ese instante etílico y, a la vez, preocupada por el rol que adoptaríamos, jovial en su decisión. Nuestra familia era distante como un mito, pero estábamos felices de forjar una, como si se tratase de una espada prohibida. Ella ideaba la estructura del mundo que construiríamos. Se veía dispuesta a todo, aunque, en el fondo, no podía ocultar su ansia.
No me explico cómo, cómo no pude percatarme antes de los síntomas de la concepción, cuando ella misma había declarado que no estaba interesada nada más que en nuevos espacios para nuevos encuentros que, paradójicamente, no habíamos podido construir del todo, sino hasta ese milagro imprevisto, la ciudad que ya se empieza a vislumbrar en su interior, ella que todo lo vuelve realidad, que todo lo vuelve sangre, vida.
No faltaba mucho tiempo para enfrentar a nuestros familiares y sobrellevar la causa de nuestro temprano y perfectible amor. Como siempre, charlamos de lo lindo, mientras me tapaba los labios con la mirada. Allí dedicamos tiempo a saldar cuentas en carne. Después de un recuento matinal, no quedó tiempo para la recomposición del olvido. Seguimos adelante, unidos en la causa, como atados por un lazo espiritual.
Ella se despidió para cumplir su parte. Yo, por primera vez después de tanto tiempo, me encontré conmigo mismo. Aunque no fuera perfecta nuestra causa común, debía cumplir con la promesa: enfrentar el fantasma de mi padre, ése que hizo de mí un agente meditabundo, sin otro rumbo en la vida, pero con algunas cuantas ideas y emociones en el pecho.
Hora= 3: 13.
Llegó el momento, el momento en que acudió ese hijo del capital, al Congreso de Escritores Anónimos, como si fuese posible concebir semejante cofradía en el Chile de hoy. Lo seguí como a un zorro, pero con la paciencia de un monje rabioso. Reservé en un hotel muy cercano. Caminé hasta el apartamento del presunto progenitor. Con cada paso que daba él, me sentí en posición de abrazar el reencuentro y me resguardé así en el escondrijo en la azotea. Allí, esperé a que nuestro connotado hombre de letras estuviera ocupado machacando a la luna con esa imaginería digna de un padre ilegítimo.
Zorro, cauteloso, esperé. Al rato, decidido a todo, entré y sorprendí al creador de mi creación. Estaba salpicado en lágrimas y orgulloso de mis aportes a la Sociedad de la cual él es el máximo gestor, pero mi resolución era más fuerte, era la que venía desde muy adentro. ¡Le revelé el secreto! La terrible conciencia de ser su hijo. Lleno de espanto, al verse interpelado por quien creía abandonado, su única descendencia, anónimo como su propio pensamiento ambicioso, sufrió de una convulsión cardiaca y exhaló así su último aliento en el acto, sin otro remedio que el recuerdo y ahora el vacío de nuestras ausencias reencontradas.
Hora= 6: 16. 2º día.
Ella era la más pequeña de tres hermanas. Era como una dama de hielo. En esa ocasión, epitalamios advertían unas bodas de familia. Ella sabía que aguardaba su secreto mejor que nadie. La convivencia maternal y fraternal le fue grata, a la hora de recrearse posibles escenarios románticos dignos del espíritu más sensible y de la novela más rosa, pero sin dejar de pensar que esas ficciones necesitarían de un hombro fuerte, de una cabeza fría como base para ese mundo, a partir del cual se colgarían sus sueños como un centenar de cunas. Pero este secreto no. La causa era tan sólida que se reflejaba hasta en su ombligo.
Seis horas de noche. El resto del día fue ocio y esparcimiento. Ella sabía que su secreto no debía quedar en la intemperie del carnaval de la vida, pero, de alguna forma, conocía su propia histeria. La pálida madre salió pues, seguida de sus tres hijas, rumbo a aquella reunión. La salida fue extraordinaria para ellas, en un lugar lleno de motivos barrocos. Su escenario ahora era más delicado.
Lo que aprisionaba en su vientre deseaba oler el aroma de un carnaval. Fue entonces que en una ceremonia donde vestían de blanco a todas las vírgenes, ella consiguió por fin arrojar contra su realidad este vivo secreto. Cuando procedió al evento, la enmascararon. Así ella, finalmente, dijo lo que tenía que decir. Entonces, gran parte de los invitados en el interior del recinto quedaron paralizados, más impresionados por su coraje que por la subversión del rito. La madre no podía creer que una de sus hijas se atreviera a romper el rito familiar, el sagrado vínculo, por un simple capricho de la voluntad. Ella ahora se dignaría a revelar el edificio de su nuevo mundo, sin necesidad de intermediarios ni de concesiones.
El origen roto, la causa develada, la flor por fin se tiñó de sangre y de vida.
Hora= 9: 26. 3º día.
Agitado, regresé al cuarto. Miré el reloj. Ella me estaba esperando sobre la cama, envuelta de una sensualidad a toda prueba. Aunque hubiera cumplido mi parte del trato, me sentía, sin embargo, despojado de mi poder. Me sentía agotado. Por primera vez en la vida me sentía a merced de su presencia. Ella le había ocultado la verdad a su familia. Era el sacrificio necesario para zanjar este secreto compromiso, esta herejía con nombre de futuro.
Mi padre había muerto frente a mí o tal vez yo crecí sabiendo que algún día lo vería morir solo por llegar a conocerme. Privado de mi creador, me propuse cuidar el legado de su ausencia. Quizá esa fue siempre mi vocación, y nunca la puse en práctica, sino hasta ahora, que la cojo fuerte entre mis brazos, como privándola de su antiguo mundo. Ella se levantó, fue por un vaso de agua y volvió a un costado de la cama, mirando nuestra foto de matrimonio como por inercia. Apenas sonrío. Nadie dijo nada en toda la noche.