sábado, 18 de noviembre de 2017

Al loquito de la librería en Teatro Condell le había encargado hace tiempo Vineland de Thomas Pynchon. Sin mediar dinero de por medio. Confieso que al momento de pasar por ahí no reservé el libro por x motivo, confiando ilusamente en que el compadre se acordaría de aquel encargo gratuito. Cuando pasé nuevamente por ahí, como era de esperarse, ya había vendido el libro, alegando que al pasar por la librería nunca me dignaba a comprarlo. En su lugar me ofreció un libro de Philip Roth, Elegía. Lo dejó en cuatro lucas. Una paleteada de librero a lector aficionado pero, en el fondo, una maniobra astuta con la cual buscaba el empate. Entendí, luego de dorar la píldora, conversando sobre elecciones y literatura yanqui, que aquella novela de Pynchon, por mucho que estuviese encargada, seguía siendo vendida al mejor postor. Seguía siendo un producto material e inmaterial, por mucho que estuviese atravesada de simbolismos y tratos improvisados. Así es el mercado, pero así también es la literatura.