viernes, 23 de noviembre de 2018

Reseña de poesía: "Desierto Marino", de Luisa Aedo Ambrosetti.

“¿Qué os asusta? ¡Es la mar la que tiembla ante vosotros!” fueron las palabras pronunciadas por Vasco Da Gama al surcar el Océano Índico. La mar personificada desde tiempos coloniales e incluso prehistóricos, como una fuerza primigenia, lo sublime, lo inconmensurable en su belleza sin timón y en el delirio absoluto. El navegante cree ver en ella la proyección de sus propios horizontes, pero se miente a sí mismo al desconocer la naturaleza de su secreto, entre mareas de sentido. Tal vez, para ser más justos, hemos de otorgarle un cuerpo, al menos, un cuerpo sensorial tan escurridizo como las propias palabras, tratando de hilvanar un lenguaje que se debate a tientas entre el recogimiento y la desembocadura. Es que para pretender asir la mar hemos de volverla símbolo, pero, a riesgo de ser completamente sesgados en el intento, su propia condición vuelve esta simbología un ir y venir de corrientes y contracorrientes, trayendo consigo también la vida y la muerte que pugna por flotar de entre el cardumen completo de los fenómenos. El lugar del pensamiento, entre este flujo líquido, heracliteo, es el mismo lugar del lenguaje. Si lo que buscamos es el decir de la mar, su expresión, ahondamos en la osadía del navegante que trata de modular su promesa con el corazón y la semántica inundada de incertidumbre. 

Pero la mar, con toda su grandeza y peligrosidad, no es lo que se intenta aquí abordar, sino más bien, su evocación poética, a través de la imagen del desierto y del puerto. Se le da entonces un cable a tierra por medio del cual la hablante lírica pueda soñar con el sueño de la tierra prometida, o mejor dicho, con el encuentro o el desencuentro de sus ilusiones expatriadas, confrontadas en su maduración con la más cruda de las realidades. Esto es, la realidad de su propia condición existencial. El tránsito que nunca termina de llegar. Acaso, que nunca partió realmente, excepto en su húmeda desilusión. Y así lo deja entrever la introducción del libro Desierto Marino (2018) con su epígrafe de Elvira Hernández: “Nadie llega a puerto”. Un verdadero mazazo, una afirmación categórica que acaso enuncia de forma metonímica el sentimiento subyacente a lo largo de toda la lectura del poemario. Nadie era el nombre de Odiseo, el viajero que confrontó a las sirenas, que volvió del mismísimo infierno y regresó de vuelta a su patria, solo para constatar, a ojos de la diosa Atenea, que el verdadero sentido de su aventura se encontraba en el viaje mismo. Únicamente en el naufragio, en el querer-llegar-a-puerto, o, si somos un poco más coherentes con el tenor de la hablante, en el no-poder-llegar-a-puerto, es donde se palpa, se saborea, gota a gota, la emoción de esos instantes de pérdida pero también de revelación. 

La dualidad en Desierto Marino entra en constante tensión desde su oposición binaria, temblando en todo momento. Se aprecia así un esfuerzo filosófico por reinterpretar estos conceptos, a ratos estancos, desde la poesía como el lenguaje más afín a la musicalidad tempestuosa de la mar. De este modo, podríamos partir desde el mismo título. Un aparente oxímoron que, desde una mirada más atenta, es posible comprender como una metáfora total. Así, en este ejercicio de desmitificación, la mar también encarna la desolación, también sumerge su abismo para aquellos que viven y se desviven tratando de hallar las palabras para poder expresar su sentir en medio de la tierra. La tensión continúa luego en la propia estructura del poemario, dividido entre el primer desierto marino, que evoca a San Antonio, y el segundo desierto marino, que evoca a Valparaíso. Entre ellos se tiende una relación más bien imprecisa, demasiado íntima, entrañable, pero nunca del todo rigurosa. La hablante lírica deja en claro que el tránsito entre uno y otro desierto, entre uno y otro puerto, se arrima siempre a una dinámica existencialista. Porque para la hablante, San Antonio y Valparaíso no son solo geografías, ciudades ni puertos históricos, son, ante todo, espacios interiores, estados del espíritu, a medio camino entre la utopía y la distopía, recuerdos, olvidos, bañados con la solución salina de sus avatares y con el asfalto y la materia viva de sus alturas y fondos. No hay algo lineal aquí que resolver. Hay un vértigo. Hay una asfixia. Un decir que intenta respirar en medio del caos. Una bocanada de ritmo y de dispersión. Una hipoxia, que representa en muchos de los poemas, y en este, en particular, la condición inclusive sentimental de la hablante. Pero lo que tiene San Antonio, a diferencia de ese otro puerto, en el que acá nos debatimos, era aquel arraigo, aquella raíz copiosa en su pobreza, en su reminiscencia del tiempo. No por nada, ahí figura la Mistral en cuanto referente ineludible. Ella, su voz, puede interpretarse como la inspiración en medio del ojo de la tormenta: “Mi boca aprendió de tu lengua/finas palabras que desconocía”. 

Al ir aproximándose al otro territorio, a medida que el lector concluye el Primer desierto marino, la voz de la hablante pareciera que se va acentuando, de un tono algo melancólico hacia un tono mucho más incisivo, trágico en su lucidez, a veces hasta crítico, compenetrado con la miseria del entorno. Así lo evidencian versos tan contundentes y enigmáticos como “Mi vida es un ir y venir de árboles en la oscuridad”, o “El viaje marino abruptamente se apaga”, y más adelante, con el poema que cierra la primera parte del libro: Este es el desierto… Y eso es lo que en lo personal quisiera destacar de la lectura: el hecho de situar la mirada sobre los puertos no tanto desde la marginalidad como lugar común del abajismo reinante, sino que desde un no lugar, una imposibilidad posible, que solo cobra forma en tanto cuestionamiento de sus pasos y de sus extravíos. 

En relación a esto, recordé aquel ya fugaz encuentro con Ximena Rivera en algún barucho de Valpo. En ese momento, estaba vendiendo su libro Poemas del agua. Solo puedo citar aquí algunas de sus líneas más idóneas: “Cuando salgo de puerto, de inmediato reconozco el hecho insólito de una nueva lengua: me creo en otro país, por lo tanto, estoy en otro país; ningún nombre está sujeto a sus cosas, los nombres están salidos, idos de sus cosas”. Resulta insólito el hecho de encontrar en Ximena un vaso comunicante con el poemario aquí analizado, una concepción poética que entronca con lo expresado por la hablante. Casi se podría afirmar que la voz lírica del puerto siempre se sabe otra y hace gala de su eco, de su indeterminación, en diferentes propuestas que mediante su lectura se hermanan y rompen fronteras. 

Al llegar al Segundo desierto marino, ya llegamos a ese “Valpo”, al paraíso de lo no fundado, al patrimonio de lo infundado que, sin embargo, rebosa de un exotismo y de una ferocidad implacable. Los poemas que abren el capítulo son, en ese sentido, lo suficientemente sugerentes. Destacan títulos como Hay una dolorosa que se escapa de los párpados, en su audaz indirecta al carnaval bajtiniano que únicamente desvela una forma cínica de libertad, y el poema Todo escribir es bajo, que funciona a modo de poética, porque, para la hablante lírica, no solo el exterior, el partir, el llegar, constituyen su motivo, sino que también lo interior, el adentro, lo oculto, lo que la hablante, en su despliegue brillante de expresividad, deja entrever no sin cierto desgarro, el desgarro necesario para escribir desde el único lugar certero: la herida (aquí se cita indirectamente a Pizarnik). Luego, a partir de esta herida, la hablante va desarrollando la idea del deseo, tal vez el deseo erótico, lo romántico velado, a través de la proyección de un cuerpo difuminado, un otro que figura evocado a veces de manera doliente, otras, de manera osada. Este mismo deseo se conjuga con ese otro, con ese cuerpo, y a la vez, con el sentir errante que nunca llega a puerto. La mar adquiere también ese erotismo y ese vacío, y el yo de la hablante alcanza el clímax de su placer y de su desesperación: “en lo recóndito de lo no-visto/, en el claro-obscuro de la mar/, buscando en la utopía/ese espacio del ser,/ del desierto negro, /sur inconsciencia”. Y ya en este punto, se podría decir que desde el estar actual de la hablante, Valparaíso emerge casi como un estado existencial, una manera de situarse provincianamente en el mundo. La hablante y sus versos encarnan esa provincia del espíritu que conforman el paisaje y la zona cero entre San Antonio y Valpo. De esta forma, y al final de la travesía, ella concluye su obra con un poema homónimo, en el que deja fluir el agua de sus inquietudes e interrogantes: “No me siento de ningún lado/, yo vivo sola en mi desierto”. Nuevamente, y tomando lo anteriormente dicho, su forma peregrina de vivir, de habitar. Tal vez, en el fondo, la única posible. Valparaíso y San Antonio se reúnen en ella como verdugos pero, a la vez, como faros de su única, insoluble, disyuntiva interior. Fuera de ella misma, hacia los lectores del futuro, desembocarán, cual ríos imaginario, todas sus posibles significaciones.