viernes, 7 de abril de 2017

Instituto 1984

Se cumplió lo inevitable. En la oficina de la secretaria una pantalla gigante con alrededor de 16 cámaras, entre las cuales se incluye un visionado de las salas de clases. La medida fue tomada, por supuesto, a espaldas de cabros y profesores. La mirada de la secretaria hacia la pantalla la delataba como televidente. 

Cuando comenzaron las clases, muchos cabros, por supuesto, reclamaron contra la medida. Uno de ellos me mostró, durante la prueba de la mañana, un reglamento sacado de internet que prohibía el uso de cámaras en el aula. Ese mismo cabro luego conversó con nosotros, yo y el profesor de historia, en la sala de profesores. Ambos concordamos en que se trataba de una "salida de madre", una decisión vertical tomada a puertas cerradas. Sin embargo, se llegó a una zona intermedia, si se quiere tibia. Con un pie en la institución y otro fuera. Planteamos que no era negativo per se el uso de cámaras con un fin cautelar en el instituto, sino que lo era su uso para motivos punitivos dentro del aula. El propósito de las cámaras era el que debía hacerse transparente. No necesariamente la decisión sobre su instalación. El cabro dijo que conversaría con la presidenta de su curso para llegar a un acuerdo y hacérselo saber al director. Con el profesor de historia le planteamos que era conveniente que hicieran una constancia escrita firmada para todos, en donde le exigieran al director transparencia en los fines de la instalación de cámaras. Y que después de eso tomaran una resolución. Que si se quedaban de brazos cruzados el ojo los seguiría observando de todas formas. El cabro entendía lo que tenía que hacer y se iba a la sala, con una seña entre entusiasta y suspicaz. 

Ya de vuelta, la reticencia de algunos se hacía sentir. Una cabra señaló que mejor que cámaras hubiesen puesto cortinas para la sala. Otro compañero manifestó que pagó para estudiar, no para entrar en un reality show. Sin embargo, uno de ellos, menos lúcido, pero también más espontáneo, aprovechó de bromear sobre el hecho de que uno mismo, al pasearse demasiado por la sala, parecía una suerte de guardia: "Se pasea mucho, mejor lleve usted una cámara amarrada a la cabeza". No pude evitar una carcajada. Sus compañeros le seguían las de abajo. De esa forma la propia clase, al verse reflejada desde afuera, se fue volviendo poco a poco una realidad impostada. 

De pronto, y casi de forma inminente, el director entró a la sala de primero. Le preguntó al curso de manera vehemente quien había alterado la cámara de la sala. Ante la negativa y la indiferencia de los cabros, notando que, muy a nuestro pesar, se estaban "haciendo los hueones", les señaló que el instituto tenía un perfil de educación para adultos. Que el perfil no estaba orientado a la dinámica escolar. Que, por ende, no se permitirían conductas infantiles ni tampoco alegatos contra las reglas tomadas por la directiva. El curso entero lucía escéptico, extrañamente tranquilo, como el clima de una galería que espera con frialdad la gracia del animador. No había bulla ni desorden. Silencio, solo un inquietante silencio. Algunos me observaban mientras borraba la pizarra, alegando complicidad de forma subrepticia. El dilema moral afloraba entonces detrás de ese aleccionamiento. ¿A favor del alumnado, a favor de la institución? ¿O, de forma inexorable, solo a favor de uno mismo? Mientras la cámara de la sala continuaba impenetrable, resguardando su paradójica sensación de vigilancia y seguridad.