lunes, 13 de marzo de 2017

Jugando a ser real

Viernes. Viaje hacia el campamento Bachelet. Fui a hacerle una breve clase a un cabro, en el contexto de un proyecto de reescolarización. Abría la madre la puerta de la casa al verme perdido por esos parajes, luego de llegar en un Uber, en el límite de los colectivos. La madre entraba después a su pieza y quedaba el chico en la mesa. Estaba jugando al GTA, play 2. Le expliqué que la clase consistiría más que nada en una conversación. Una breve nivelación de contenidos. Sobre qué contenidos de sexto manejaba. Entonces, con respecto a Lenguaje, leímos un breve cuento llamado Jugando a ser real. El chico lo leía con toda calma, aunque con cierta aprensión. Trataba de un niño que vivía en una realidad virtual, que se veía representada por una playa con un mar interminable, y que, al sacarse las gafas, se daba cuenta que se hallaba perdido en el metro de noche. La primera pregunta iba enfocada a qué podía interpretar. Cuál sería su lectura del cuento. Qué quería decir. El chico respondió que el niño del cuento deseaba vivir libre. Luego, la segunda pregunta era por qué al niño le provocaba tristeza sacarse los lentes. El chico respondió que fue porque se le acababa la entretención. Para concluir, el propio chico decía que el niño del cuento se sentía triste porque en su realidad no podía hacer lo que él quería. No era libre como en su realidad virtual.

El siguiente ejercicio consistía en una breve narración de su vida. El chico preguntó de inmediato a qué se refería eso. Se le explicó que nada del otro mundo. Que lo primero era que no sintiera el escribir como una obligación. Que solo empezara escribiendo sobre lo que él hacía en el día. Un poco pillado por este ejercicio, el chico sin más comenzó a transcribir lo que hizo ese mismo día. Me lo hacía saber de forma hablada, y esa habla suya era literaria a su manera. Decía que su jornada acababa con sus amigos en la cancha de tierra en el límite de Puerto Montt, para así llegada la tarde regar el pequeño jardín de la casa. Ante su intervención, le dije que eso mismo no era muy distinto al cuento que acabó de leer. Que ambos hablaban del deseo de hacer lo que se quiere. Que la literatura del mundo, por más compleja, por más trama y vocabulario que tuviese, en verdad trataba siempre de más o menos lo mismo. De la pugna entre la vida y la realidad. El chico quedó un tanto extrañado por esa lectura, aunque intuyendo que trataba de algo importante. Que esa pelota cerro arriba y ese riego jardín abajo eran también material literario. Imágenes de una vida demasiado latente. Demasiado real.

Después de la clase, conversábamos con el chico sobre su afición a los videojuegos. Dijo que estaba pegado con el GTA, pero que lo suyo eran los juegos de rol. Tipo Chrono Cross. Para rematar, le señalé que ni siquiera los videojuegos son algo distinto de la literatura. Que ambos ponen en tensión la experiencia de lo real. En eso llegaba la mamá. Requería que el chico fuera a comprar pan. Se le dijo que ya era suficiente por hoy. Que la próxima clase sería más intensiva. La madre preguntó si acaso era posible nivelarle dos cursos en un año. Le dije que sí era posible. Que dependía de él no más. (Y muy honestamente, que dependía también de la estabilidad del proyecto, y del compromiso de la propia familia). La madre quedó de llamar. Antes de la despedida, le pregunté al chico qué haría durante el resto del día. Respondía finalmente: “Jugar creo. Lo mejor que sé hacer, profe. Jugar”. Pensaba en eso mismo una vez bajando hacia la solitaria cancha de tierra.