viernes, 28 de octubre de 2022

Dios es amor (cuento de terror)

Entremés para Halloween: "Dios es amor" cuento de terror.

La monja se acercó lentamente a una de las aprendices, la más silenciosa. Su paso altanero era temido por todas, menos por ella, que permanecía impávida, introspectiva, rezando para sus adentros, durante la clase de metafísica:

-Señorita, le estoy hablando-, le dijo la monja.

Las compañeras se rieron, ante la indiferencia de la joven, que continuaba en su rezo, sin atender las palabras de su superiora.

-Si no me responde ahora, tendré que repetir la pregunta, hasta que me conteste-, dijo ella, en un tono cada vez más amenazante. La sala entera permanecía expectante, parecía que fuesen a presenciar un milagro.

-Le repetiré la pregunta, una vez más: ¿quién es Dios?-, le preguntó la monja a la joven aprendiz.

-Dios es amor-, respondió ella, de manera escueta, apenas levantando la mirada y el mentón para dirigirse a la mujer.

-¿Solo eso?-, contestó la superiora, no del todo convencida de la respuesta.

Entonces, ante el inconformismo de la clase, se incorporó de su asiento otra joven.

-Dios es el Padre, nuestro creador y nuestro salvador-, afirmó ella, para sorpresa de sus otras compañeras que apenas participaban.

-Eso es lo que quería escuchar-, dijo la superiora, esta vez, satisfecha con la respuesta de la otra joven.

-¿Ya ve?-, se dirigió a la joven del principio-. Tiene que dedicarse más, jovencita-.

La niña apenas miró a la superiora, asustada, y se fue del recinto, justo después de las aprendices.

Acabada la clase, la superiora se quedó sola frente a la figura de yeso de Jesucristo, instalada en el altar. La observó por unos momentos, con el ceño fruncido y se dirigió a ella. Luego, se hincó para rezar. En su mente, surgían tormentos del pasado. La borrosa figura de su padre, apenas descriptible desde su tierna infancia. También, la de su madre, que la acompañaba a la Iglesia, todos los domingos. Ambas personas, su padre y su madre, eran invocados como si fuesen los verdugos de su consciencia, durante la profunda reflexión ante la cruz.

La superiora miró hacia el rostro del Cristo crucificado. No le quitó la vista, hasta hacer de esa mirada una penetrante. Entonces, sus facciones comenzaron a arrugarse, poco a poco. Se hacía cada vez más vieja, conforme seguía implorándole al Señor alguna luz de comprensión. Sabía que, pese a sus súplicas, no podría sacarle ninguna palabra de aliento.

Salió del recinto, desesperada, con los ojos llorosos, el rostro descompuesto, carcomido por la edad, y fue a buscar a alguna hermana que apaciguara su alma, pero ya no había nadie allí en el convento. Tampoco había rastro de las aprendices. Salió del lugar y la ciudad se encontraba totalmente vacía. Ningún alma se dejaba deambular por las calles. La hermana superiora sintió, de pronto, la soledad de su propio corazón reflejada ahí afuera.

En un estado lamentable, demacrada, ella hizo todo lo posible por encontrar a alguien en el camino, con tal de apaciguar su tribulación. Nadie. Nadie había. Así, la superiora, bajo un verdadero trance, se dirigió a la estación de metro más cercana. Bajó esas escaleras que parecían el infinito descenso al mundo de los muertos y empezó a gritar y a golpearse contra los muros de aquellos desolados túneles, posesa de un espíritu maligno o atacada por su histérica descompensación.

Los alaridos y movimientos de la superiora eran cada vez más erráticos, tanto así que, luego de sacudirse por completo, comenzó a vomitar una extraña sustancia, parecida a la bilis. La desparramó sin medida, alrededor suyo. Al rato, cuando ya creía que iba a desfallecer del dolor, ella alcanzó a ver a la joven aprendiz del convento, subiendo las escaleras del metro. Estaba acompañada por un hombre misterioso que la cogía de la mano para salir de ahí. La superiora hizo todo lo posible por comunicarse con la aprendiz, pero fue inútil. El hombre y la aprendiz ya se habían ido, dejándola a ella, echada a su suerte.

En sus últimos estertores, recordó que aún guardaba un crucifijo colgado de su collar, un crucifijo que le había regalado su madre, la fundadora del convento. Lo apretó fuertemente, a medida que su cuerpo languidecía. Mientras más se aferraba al crucifijo, la superiora perdía poco a poco su contextura, hasta quedar en huesos y piel seca. Bastaron unos minutos para que ya no quedara nada de ella, excepto las prendas que vestía y el polvo de su forma física. Fue en ese preciso instante que un viento huracanado resopló por las profundidades del metro, y el espíritu de la superiora, confundido con el viento, supo que sin amor no puede haber creación.


Monja en oración, Joaquim Sorolla, 1883.