sábado, 16 de abril de 2016

Siempre ante la gente que anda deambulando desamparada en la calle, extraviada por alguna u otra razón, siento una especie de extraño respeto, incluso una reverencia inexplicable. No ofrezco ayuda de la nada. Solo lo hago si me lo piden. No interrumpo su estado solitario con una insolente muestra de compasión, porque pareciera que están así por un motivo incomprensible para la masa. Ofreciéndole ayuda solo estaría demostrando que soy parte de esa masa. Que solo quiero publicitar una imagen caritativa ante mi circulo social, a costa suya. Que en realidad no comprendo su realidad. El orgullo del solitario, increíble en tiempos de hiperconexión. Hay algo en ese orgullo que se siente con un aire helado, milenario, que traspasa generaciones. Demuestra en el fondo que detrás de todo este espectáculo pirotécnico de palabras, negocios y relaciones infinitas siempre habita un solitario deambulando por las calles de la conciencia, no pidiendo la ayuda de nadie, solo profiriendo como un mantra la siguiente verdad: ayúdate a ti mismo, y ayudarás al mundo.