viernes, 31 de marzo de 2017

Ignacia

Después del segundo recreo, el segundo ciclo B debía volver a la sala a Matemáticas. Me encontraba en ese momento en la sala de profesores. Hora de permanencia. En eso llegaba una alumna, Ignacia. Venía acompañada por la secretaria. Decía que le dolía el estómago y que por eso no podría ir a Mate. Que, sin embargo, se quedaría esperando a una amiga suya del primero. Entró a la sala de profes. La secretaria, amablemente, le sirvió un agua de hierba. Entonces sonaba el teléfono de la oficina y la secre debía volver rápidamente. Quedaban en la sala Ignacia, y yo, revisando una guía que me había encargado otra alumna. Se sentó a un lado, y empezó a hablar sobre su curso. Que a un mes de empezar las clases ya lo encontraba insoportable. En particular, un grupo de compañeras que, de acuerdo a su versión, creaban un grupo cerrado. Decía ella que intentaba integrarse a ese grupo pero le era imposible. Se trataba de un factor de desunión. Y no solo eso. Ignacia además explicó que ese grupito de chicas revoltosas trataban de ser las que tenían onda, las que la llevaban dentro del curso, hablando en demasía durante las clases, pelando sin discreción, interactuando con el resto prácticamente por una cuestión de tincada. A Ignacia se le veía preocupada por eso. Comentaba con completo desenfado, pero además con cierta ternura. Lo hacía como protagonista principal de la exclusión comandada por aquellas chicas indeseables.

Intentaba seguirle el hilo mientras encontraba la guía, hasta que el notebook se apagó abruptamente. Entonces, notando el hecho, Ignacia se acomodó para contar algo todavía más personal. Decía que, a diferencia de muchas chicas, ella la vio difícil. La verdadera razón de por qué estaba en un dos por uno no era precisamente el rendimiento ni la deserción. Aclaraba que fue debido a un viaje que tuvo que realizar. Un viaje a España que le tomó todo un año y que, según ella, le cambió completamente el switch. Una dura estadía en la madre patria. Dijo que incluso, algunas veces, su ansiedad era tal que se rasgaba y se comía su propio pelo. Pude en ese instante descreer el añadido bizarro de su anécdota, pero, aunque no hubiese sido verdad, no le restaba fuerza narrativa. Al contrario, ese detalle del pelo era el condimento extravagante, el condimento especial para la historia que ella, la alumna aplicada pero excluida, estaba armando en la sala de profes.

En una parte, Ignacia intuía que quizá estaba exagerando, que a lo mejor yo me daba cuenta de su dramatismo, pero, sin embargo, continuó, segura de hallar en el profesor un cómplice digno de su trama. Dijo que aquellos años en España, donde su familia paterna, lejos de la casa de su madre, fueron una “caída”, en cierto modo, enorme pero, a la vez, fantástica. Agregó que algo en aquel patetismo la llevó a ordenar sus prioridades en la vida. Ella resumía, de ese modo, que aquel mítico viaje fue su gran motivo. Por eso estaba ahora enfocada en sacar la escuela, algo alejada de las preocupaciones propias de su edad, de aquellas “pendejadas” que ella misma veía reflejada en sus compañeras de curso. Me señalaba que además estaba en un Preu Militar. Que a futuro pensaba meterse a estudiar algo en la Armada, puesto que, en un principio, tenía pensado estudiar Sociología en una U tradicional, sin embargo, creía que no le convenía debido a la cantidad de años y al grado de endeudamiento para luego salir al mundo laboral sin ninguna garantía de pega y, sobre todo, recibiendo una pensión miserable, luego de cuarenta años de servicio, cosa que trabajando en la Armada, según ella, no sucedería. “Ya sé, mister, debe pensar que soy una vieja chica, como me dicen todos, pero es que así soy. Así me trató la vida. Así me volví con el tiempo”. Esa última confesión me conmovió sinceramente, no tanto por servir de conclusión a todo su relato íntimo, que viene a esbozar las razones personales de su desencanto general con el curso, sino que por su existencialismo espontáneo y honesto, salido de sus labios más vivamente que leído de un viejo libro filosófico sobre la vida. Después de excusarse, le expliqué que lo que ella había dicho graficaba una realidad país. Que sin duda la opción de meterse a la Armada, ante ese panorama esbozado por ella, era la opción más razonable. Y que, muy a pesar de mis convicciones, no le recomendaría seguir una carrera humanista por fuera. Le hice saber además que, en el fondo, ella la tenía clara, incluso más que yo mismo a su edad. Ignacia, de ese modo, soltó una risa leve, como queriendo decir que ella andaba más viva que nunca.

Una vez que terminó su agua de hierba, al parecer mágicamente recobró el ánimo. Su dolor de estómago desapareció. Al incorporarse se despidió de un beso y dijo: “Chao mister, ahora hablaré también con el director. Piense en lo que hablamos. Cuídese”. Quizá, con eso quiso decir que lo suyo no fue solo un minuto de confianza. Que detrás de esa confianza también ella buscaba dar a entender algo a sus profesores, algo que ocurría secretamente con su curso y, en particular, con aquellas chicas que han constituido el elemento hostil de su historia. El desahogo con el profesor de lenguaje le sirvió, después de todo, de catarsis. Si se quiere, un acto reflejo. Salí de la sala de profesores, y mientras voy a la puerta de salida, de pronto, desde la oficina del director, la única voz que se escuchaba en todo el recinto era la suya. Aquella voz entre dulce e histriónica. De pronto, toda la pasión por su historia opacó la voz misma de la institución.


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