“Todo lo que oigo es el sonido
de lluvia cayendo en el suelo.
Me siento y veo cómo pasan las lágrimas”,
cantaba Marianne Faithfull, en su éxito As tears go by, escrito por Mike Jagger. Una de las musas absolutas del rock and roll ha partido, y el mundo de la poesía, el rock y el cine la lloran a cántaros.
Se dice que ella fue descendiente directa del escritor austríaco Leopold von Sacher-Masoch, el autor de la obra La Venus de las pieles, y recordemos que el apellido del escritor fue la inspiración del término masoquismo, para quien encontraba placer en el dolor. Venus in furs, sin duda. Marianne llevaba inscrito en su piel y en su sangre el dolor creativo, el dolor poético, el dolor lírico. Dolor que era vida.
Su relación con Jagger fue tan memorable que, según las crónicas, ella fue la que inspiró el legendario tema Simpatía por el Diablo. Como amante de la poesía y la literatura, le regaló a su novio un libro llamado El maestro y Margarita, del escritor soviético Mikhail Bulgakov. En ese libro se cuenta la historia del Diablo vagando por Moscú, durante la década de los treinta, burlándose de los poderosos.
Fue así que Jagger, con esa lectura en mente, creó al personaje central de la canción, un diabólico noble gentil al que atribuyen toda clase de fechorías y tragedias, como una forma de representar metafóricamente el espíritu autodestructivo de la propia humanidad, aunque, al mismo tiempo, el lado más tanático de los propios rockeros, siempre al límite de los excesos y del rimbaudiano desorden de los sentidos.
Marianne Faithfull era la musa lírica de los Stones. Musa apolínea y dionisiaca del rock and roll. Fue también, a su manera, una femme fatale, en el sentido de su absoluta libertad e independencia creativa, cualidades expansivas, peligrosas, al chocar con los parámetros conservadores y con los dogmatismos propios de la época.
Así como las pasiones de Marianne eran la literatura, la poesía y la música, también lo fueron el teatro y el cine. En el año 1967, ella protagonizó la adaptación dramática de la obra Las tres hermanas de Antón Chéjov, en el Teatro de la Corte Real de Londres. Un año después, su papel de Rebecca, la motorista de La chica de la motocicleta, marcaría el éxito de su carrera cinematográfica, quedando inmortalizada como figura de la mujer rebelde. Una anti musa, dirán algunos. Transgresora como ella sola. Trágica, sensual, sublime. Alquimia de belleza y poder.
Tiempo después, hizo de Ofelia en la película sobre Hamlet y, años más tarde, interpretó a Lilith en Lucifer Rising de Kenneth Anger. Ofelia era la joven noble, enamorada del príncipe de Dinamarca, reinvención del amor imposible. Angustiada por la muerte de su padre, “incapaz de su propia angustia”.
Por su parte, Lilith era aquel ser femenino primordial con diversas encarnaciones, según sea la mitología. Para la mesopotámica, una especie de demonio que acechaba a las mujeres embarazadas y a sus hijos por las noches. Para la tradición judía, Lilith era la primera esposa de Adán. Incluso, según la astrología, se la consideraba la Luna Negra.
Su papel en la obra de Anger le valió a Marianne su vínculo con la contracultura norteamericana de fines de los sesenta y comienzos de los setenta, toda vez que Anger representaba en Lucifer Rising el advenimiento de una “nueva era”, visualizada por el mismísimo Aleister Crowley, el mago , la Bestia 666.
Mujer trágica, tan sensible como apasionada, Reina salvaje, Marianne conjugaba en su ser el aura luminoso de la musa artística y, al mismo tiempo, la energía dramática del eterno femenino. Lo que siempre le molestó fue que la tacharan de jovencita inocente, influida por el desenfreno de los Stones. La verdad es que ella era la adicta, la loca, la sufriente, epítetos que solo alcanzan a delinear el contorno de su talento y exuberancia.
Amen de su partida, Marianne había logrado sobrevivir al coronavirus. Ni todos los males del mundo podían con ella, que llegó a conocer el éxtasis de los creadores malditos. Ciertamente, vivió como los genios, siempre más allá de sus posibilidades, viviendo a concho cada aspecto luminoso y sombrío de la existencia.
Nuestra artista nunca dejó de crear. “She walks in beauty”, fue uno de sus últimos trabajos, y se trataba de un homenaje a los poetas románticos del siglo XIX, tales como Lord Byron, John Keats y Percy Shelley. En cierta manera, ella encarnó, hasta el fin de sus días, la esencia del romanticismo decimonónico, esa cosa pasionaria que excedía la pura razón, aquella resonancia única entre la poesía, la música y la profundidad del misterio, aquel lazo invisible que ata el reino de la creatividad con el del corazón.
“Y en esa mejilla, y sobre esa frente,
Son tan suaves, tan tranquilas, y a la vez elocuentes,
Las sonrisas que vencen, los matices que iluminan
Y hablan de días vividos con felicidad.
Una mente en paz con todo,
¡Un corazón con inocente amor!”,
versaba She walks in beauty, poema de Lord Byron, cantado por Marianne.
“Y cada vez cada vez que acudas a leer este nombre, piensa en mí como se piensa en los muertos”.