En otro libro que está leyendo mi polola, llamado “Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía” de Adela Cortina, hay una introducción en la que se mencionan los conceptos de lo “grotesco teológico” y lo “grotesco político”. Para desarrollarlos, la autora se refiere a la siguiente cita de La isla del Dr Moreau de H. G. Wells: “No cazarás a otros Hombres, ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?”.
Según su lectura, los monstruos no son las criaturas engendradas en laboratorios clandestinos, sino los científicos capaces de engendrar seres condenados a ser infelices. En definitiva, “los monstruos son los creadores, no las criaturas”. Si el hombre, bajo el paradigma darwiniano y positivo, era capaz de crear, también podía interpelar a su Dios, su Creador. Había en Moreau un método perverso de mentalización aplicado a sus criaturas para que sintieran y pensaran como humanos. Es, de nuevo, el mito prometeico y mefistofélico del hombre positivo que pretende emular a Dios y crear aun a costa de lo creado, en su condición viva, y a costa de su dolor y su incomprensión existencial.
Dentro de la ficción, la ley del hombre se cumplía como ley del hierro, y solo su obediencia hacía posible el paso del animal al hombre. Pero vemos que este proyecto fracasa estrepitosamente, por la sencilla razón de que la esencia de las bestias permanece intacta, que solo es capaz de crear “humanimales” e híbridos insufribles, quimeras ontológicas; que la humanización a mansalva, convertida en ideal absoluto, sin contrapeso, sin contexto, solo deviene en “historia grotesca”; que toda ideación biempensante, impuesta sobre la base de la pura voluntad y la superioridad moral, propicia siempre, en todos los casos, el descontento, el desaraigo, la disolución.
Por eso, la advertencia de Wells entronca directamente con la idea de Kant sobre una moral personal que se pretende universal y válida para el conjunto de la humanidad. Su traducción en los materialismos del siglo XX es un sobrado asunto histórico.
Hoy el discurso de la democracia y de los derechos humanos ha perdido su contorno y su semántica, dada su prostitución ideológica, a tal punto que navega campante en los mares turbulentos de la vida pública y del mundo moderno (sobre todo, en periodo de elecciones presidenciales). Están los que profitan de dicha mitología al uso para hacerse del poder en el Estado y lograr esa representatividad –burguesa- tan ansiada, enteramente virtual, en el mejor de los casos. Pero, ¿son esos principios los mismos que la gente busca aplicar a sus vidas? Cuando falta la acción concreta, la identificación plena, el sentido de pertenencia, la articulación real en la masa crítica, lo grotesco, entonces, deviene lo político. Cuando las leyes y los proyectos totalizadores no sintonizan con la razón ni con el sentir de las masas y los individuos, se desata el pandemonio en el ethos colectivo y la realidad se revela, furiosa, haciendo valer su lado implacable, lo que tiene de verdadera, de inevitable, de cruda.
Las distintas agendas internacionales que amenazan soberanías, los distintos consorcios, organismos, corporaciones sin transparencia, herméticos, ocultos al ciudadano de a pie, kafkianos en su estructuración, incomprensibles en su ambición; los ideales transhumanistas, sueños megalómanos de una elite tecnocrática y financiera; las vanguardias de la ingeniera social contemporánea, acometida durante los últimos años, merced a distintas insurrecciones, pandemias y conflictos en escalada, pueden analogarse perfectamente con los experimentos y procedimientos macabros en la llamada “Casa del dolor” de La isla del Dr Moreau.
No resulta exagerado cuando se dice que, en muchos aspectos, nuestras sociedades en desarrollo se parecen más a un engendro de probeta, sujeto a toda clase de manipulaciones y de tergiversaciones, en nombre de programas y de proyectos elitistas que rebasan su orgánica interna. Moreau se ha sofisticado tanto que ahora, en pleno siglo XXI, su laboratorio cuenta hasta con IA.
Lo grotesco superó su fase beta. Lo grotesco está en la falta de cohesión social generalizada, en la indolencia de una máquina calculadora, en la carencia de razón suficiente, en la repetición mecánica de la cantinela política de siempre, sin un cableado real en el intelecto y en el sano consenso cívico, con miras a un propósito mayor, precisamente, porque se adolece, en grandes proporciones, de aquel intelecto, de aquel consenso y de aquel civismo. Cuando no hay nada de eso, tenemos lo que tenemos: una “aldea global” posmoderna, hiperconectada, hipervigilada, política y cínicamente correcta, tan fascinante como frenética, en la que acaso únicamente cabe un futuro saturado de ilusiones y miradas catastróficas, bajo un fuego cruzado de potencias y de cosmovisiones que podrían provocar un cambio radical en el orden de cosas o empujar, en cambio, un estado de entropía sin precedentes en la historia humana, porque la nueva ley, según la propia autora, podría ser reescrita, una vez más, y diría: “Es preciso potenciar la democracia, ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?”.
Recordé, de inmediato, aquella frase dicha en la película “Johnny Got His Gun” del legendario Dalton Trumbo: “Por la democracia, cualquiera daría hasta a su hijo”.