martes, 8 de agosto de 2017

Geniol

Fui a la Cruz Verde a comprar algo para el resfrío. Farmacomanía. Consulto por algo efectivo. La farmacéutica dice que mi consulta es demasiado ambigua. Le repito que algo con la triple b (bueno, bonito, barato). Sonríe. Señala que hay algo que se llama Geniol. Comprimidos para día y noche. Una especie de Tapsin pirateado. Quedo mirando el envase, medio indeciso por el nombre, por el contenido del producto. Me queda dando vuelta la marca, la referencia pirata. Geniol. ¿de dónde sacan tanto nombre de fantasía? ¿bajo qué estado alterado a alguien se le ocurrió asociar la palabra genio con el nombre de un fármaco? Un sujeto al lado hace otra consulta. Se percata del producto, su extrañeza, y agrega que es un "paracetamol versión fruna". La farmaceútica vuelve a sonreír. Solo por eso, lo compro sin chistar.
En más de 18 horas he salido únicamente para comprar aspirinas y almorzar. Tuve que forzosamente faltar al trabajo, cosa que solo hago cuando la enfermedad resulta invalidante. Aprovecho a tientas de sacar la ropa tendida y airear la pieza. Una rutina que viéndola de lejos no es tan diferente a la que toca hacer de sano, cuando la pega no da abasto y solo se llega a la casa a revisar cuestiones pendientes. Sin embargo, desde esta condición enfermiza se advierte otra mirada, al horizonte de la convalecencia. La reflexión adquiere un tono dilatado, como de gato. El pensamiento se somatiza, por lo que el ánimo no decae, solo que el cuerpo no le acompaña. Se vuelve solo un organismo que combate su propia lucha biológica. No le interesa la disquisición de la mente, solo recuperar su equilibrio inmune, su cúmulo de anticuerpos. Leí por ahí que la obstrucción nasal y el dolor de garganta es posible que sean síntomas no solo físicos sino que psicológicos, réplicas de algún estado anímico o emocional reprimido. Leo sobre ello con cierto escepticismo, intentando buscar una respuesta alternativa al cóctel de antibióticos. La dependencia química supeditada a la propia sugestión. Entonces, al persistir en ese estado enfermizo, bajo su propia ley, en la zona de confort, llega un momento en que todo se distiende y pierde su peso habitual. Cesa la culpa por no seguir el itinerario planeado. (Después de todo, un solo día ausente por un simple resfrío no haría una diferencia sustantiva). Deja que el maldito cuerpo haga lo suyo para exorcizar la basura interior. De ese modo, provoca que la recuperación se interprete luego como una suerte de clímax, para darle algún condenado sentido. Está demás decir que escribo todo esto desde la cama. No pocos lo han hecho de esa forma. Así este resfriado y su consecuente reflexión no son nada nuevo. Se ha salido de peores. Y se volverá a caer otras veces. Solo cobra vida cuando se le aumenta a través de esta verborrea. Debería existir una metafísica del resfriado. Una literatura secreta sobre su sintomatología. La sensación de que algo se vuelve irrespirable, de que algo comienza a oler mal, empezando por la propia idea de la unidad del yo y del mundo. Me pregunto cuántos otros enfermos, en peores condiciones, bajo peores circunstancias, lo habrán pensado así, como el mismísimo Gonzalo Millán, quien decía, citando a otro autor desconocido, que el enfermo sin voz se vuelve el objeto de su propio malestar