Al entrar al Siclón del libro en Viña, el vendedor comentó algo sobre su madre, que ella podía ver a su ángel de la guarda, no en sentido alegórico, afirmó, sino que literalmente. La madre del vendedor de la librería se habría comunicado con su mismísimo abuelo difunto, sirviéndole de médium. Mientras contaba orgulloso las increíbles visiones de su madre, que en paz descanse, yo revisaba unos libros baratos. Saqué el libro “Fundadores del cuento fantástico hispanoamericano: antología comentada” de Oscar Hahn. Al revisarlo, hojeé un poco y leí la siguiente frase: “Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones”.
Quería creer que lo que decía el vendedor era cierto, quería interpretar aquellas visiones paranormales como una expresión del misterio de lo metafísico, pero faltaba algo más, alguna señal más contundente. Tomé el libro de Hahn sobre la literatura fantástica y lo llevé al mesón. El vendedor me vio, atento a mis movimientos. En eso, revisé el costado derecho de la librería y di con el libro “Atrapa el pez dorado” de David Lynch, una reedición actualizada de Penguin Random House, con motivo de la muerte del cineasta. Meditación, conciencia y creatividad, rezaba el subtítulo. Le pedí al vendedor que me pasara el libro para revisarlo. Hojeé con atención sus páginas, buscando algo iluminador: el campo unificado, la conciencia, ciencia moderna y ciencia antigua, el ritmo de la vida. Lo que se repetía harto, aparte de sus ideas sobre el cine, eran citas de los Upanishads. Destaco una del capítulo “Arriba el telón” que decía: “que la Naturaleza entera es un teatro mágico, que la gran Madre es la gran maga y que este mundo lo pueblan sus numerosas partes”. No había ahí una relación directa con los ángeles, pero sí con lo sutil, con lo que excede el plano físico.
El vendedor mencionó algo sobre los fenómenos cuánticos y sobre la posibilidad de una conciencia más allá de la materia. Sin ir más lejos, la propia existencia de Dios: “Hay que ir un poco más allá”, repitió, con seguridad. “Si somos energía, entonces podríamos trascender la materia”, agregó. Su volada reflexiva servía como una muy sofisticada forma de publicitarme el libro. Y acabó resultando. Ya tenía en Hahn y en Lynch un imaginario que desafiaba lo palpable, expresado en la literatura fantástica y la meditación trascendental. Entonces, tenía que tomar una decisión. No podía llevarme los dos libros. Finalmente, me incliné por el libro de Lynch. Supongo que resonó en mí, con mayor impacto, cuando dijo que: “la muerte en mi mente no es una finalidad. Hay un continuo: es como por la noche, que te vas a dormir y durante el día te despiertas”. Podría decirse, a la luz de esta idea, que hoy Lynch comparte el mismo reino que la madre y el abuelo del librero, un reino invisible que para él sería perfectamente alcanzable. Me despedí del librero. Asintió mi decisión. Agarré el libro sobre el pez dorado y salí de allí, sugestionado, creyendo que la realidad a la que salía no era la única realidad posible, mientras una grúa seguía su obra vial, taladrando el viejo pavimento de la avenida.