martes, 31 de diciembre de 2013

Final de año

Texto escrito hace exactos diez años, a propósito del Año Nuevo. Un evidente cambio en el estilo. Lea y juzgue usted. Felices fiestas:

Final de año

Hoy en la época donde se supone todos los corazones se abren, todos los vinos se añejan y todas las miradas se abrazan, la locura del sentimiento se vuelve una feria, las obsesiones y demonios se disfrazan para la ocasión, entonces se brinda por esa porción de nada que todos y nadie en particular han colmado. Allí dentro caben las delicias del lazo carnal que nos ata a las cosas. En una lectura de la pasión cristiana, se trata del cuerpo y sus interjecciones. ¡Qué secular forma de santificar las fiestas!

La poesía, en este punto, hace de nuestras palpitaciones y fluidos la jovial maquinaria de la armonía. Allí la palabra felicidad no cabe sino como hipoteca: son solo respiraciones del animal cautivo que soltamos, una vez las palabras no alcanzan a saciar el apetito de todos los días, y el instinto se vuelve el telón de fondo. Los ritmos y ruidos suenan a intuiciones de una alegría apocalíptica, esa furia de la naturaleza que parecía conspirar durante ciclos de velo y rutina.

En la mente de nuestros líderes, en las miradas vacías del amor, en las luces grises del tránsito moderno, podrás oír el rumor de ese milagro, siempre a destiempo de las certezas de vida, ya que en este punto la verdad sabe demasiado amarga, y este cliché, sin embargo, no nos consuela sobre las mentiras que sirvieron de ingrediente a nuestros impulsos más oscuros, pero tan caros a nuestras máscaras diurnas y consuetudinarias.

Bajtín entendió el carnaval en su dimensión política; y con ello, la orgía de los roles, donde siervos en corona de reyes y líderes en calidad de sátiros, brindaban juntos en honor al vacío sagrado que sostienen la ficción de sus vidas ¡Qué falta hace ese culto! Celebrar como orientales sin ánimo de idealizarlos, cantarle al vacío que acusa el reflejo de nuestra materialidad. Se corre el riesgo de perder el ritmo, de mutilar el sentido de esa violencia. No cabe sino sacrificarse, mezclar la náusea de las ideas, sopesar la resaca de la historia, sentir el escalofrío del lenguaje cuando invade como el virus que es y comienza a habitarte como su templo musical.

En la ruta hacia el puerto, van llegando los extraños al carnaval. En esa invasión gloriosa se huele la alegría que no vino, sublimada por los rayos ultravioleta, el alcohol cívico, las visitantes a flor de piel, los amigos de contrabando, el clímax de la democracia. Solo nos resta invocar esos horizontes de película, sobre el trono y el basural de nuestros líderes ebrios. Somos del fin del mundo, sudacas que no se hicieron la América, y solo queda proclamar a los cuatro vientos: ¡El Estado es el fin! ¡El fin es una fiesta! ¡La muerte es una fiesta! ¡La vida no termina! Para los aguafiestas del mañana.


viernes, 13 de diciembre de 2013

Juegos de texto y de red

Al sistematizar los juegos del intelecto y del lenguaje que esta red te permite se puede socavar el campo de felicidad que se estuvo sembrando (a decir de Borges por el placer de la lectura) para invocar en cambio la dimensión grosera del mecanismo de Realidad: el mundo externo y su engranaje de ofertas/demandas, como cuando te das vuelta un videojuego y descubres el vil consumo de su ingeniería, la pérdida de inocencia en ese escudriñar la materia, el hardware de ese portal hacia otras realidades y delirios, entonces viene la nostalgia y el romanticismo demasiado trasnochados, el conocimiento te viene como una brisa impertinente que irrumpe la ventana de tu habitación para despegarte del ombligo de esa fantasía y echar un vistazo afuera. Si no se dosifica el placer de aquellos juegos de manera astuta, se acaba siendo un peón, un tonto útil, un derivado de ayudante de fondecyt, una hormiga haciendo engordar a su reina del saber a punta de concesiones mezquinas y malabares retóricos y económicos. En estos juegos se pone en jaque la dignidad del aficionado itinerante, del neófito que lo ha perdido todo y por eso mismo no tiene nada que perder, por eso el placer del despropósito en la publicación de reflexiones en sitios que se sabe son paradojas flotantes aún no del todo identificadas, a la manera de ghetos sin patria alguna, ni cielos ni paraísos (que sin embargo apuntan a una red de redes subterránea y transversal). 

El punto no es tanto la clarividencia sobre algún programa coherente de métodos y objetivos, la intuición sobre la adversidad de estos sistemas se huele en el aire, sino que la actitud salvaje y poética de cada una de las cabezas que propician aquellos juegos, jugar a pesar de saber mediatizada en una ruleta universal todas tus posibles derrotas, al menos en estos juegos de presente ficticio se pierde (y se significa) con rivales y mentores auténticos de una era digital: el aburrimiento capital que engendra hordas y hordas de correspondencias, de implicaciones, de decepciones y de conquistas interiores. Es toda una apuesta de jovialidad y de salvajismo, de esta forma, inventarse roles: acabas o siendo el monje que golpea los muros de la hipocresía en pos del justo medio, el sátiro que multiplica el número de la farsa globalizante a través de máscaras de perfiles (como si los sitios fuesen carpas virtuales donde en cada sesión y en cada usuario se asiste a un nuevo y renovado teatro moderno, con diferentes disfraces e imposturas), o bien el mercenario de la soledad que pretende desde adentro domar a la bestia informática a través del paroxismo y la saturación, entonces el ejercicio de la ficción cobra carne en el aburrimiento general y alcanza su consecuente ataraxia, y puede que desate de nuevo esos salvajes y cándidos placeres, en cada choque con el pavimento de la Realidad.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Como en un artículo de Larra

Como en un artículo de Larra, es posible aventurar una especie de ir y venir del puerto, encontrarse en un punto fijo a medida que el grueso de la ciudad te sume en ese bautismo secular del tránsito. Es la travesura del moderno provinciano, dicen. Y no puedo todavía reservarme ese derecho de admisión, ya que el llamado o, mejor dicho, el susurro de la ciudad, con sus perros y sus jefes, asola el metro cuadrado como una aparición. Se trata del lenguaje de alguna clase de Zaratustra invisible invocando a los últimos hombres del puerto, para que adviertan, tras el asfalto y la vaguada costera, a los nuevos ídolos, tan próximos y, por lo mismo, rentables, como opios al precio del bolsillo de cualquier ciudadano de Chile. 

Así, todos acaban por poner al profeta en la cuerda floja, y esperan en el meollo de la ciudad su propia metonimia de dios, sus ilusiones que poseen al ser poseídas. Todos y nadie al mismo tiempo: el universitario –de cualquier especie en esta gran tomatera porteña- con la convicción férrea de ganar su título de ingreso a la “máquina”; el hombre del mercado central con la esperanza de emprender lo suficiente como para conseguirse un negocio propio –por lo demás, lejos de tanto mercadeo inútil y gregario-; los famosos pirateros, que abundan en Santiago, en la calle Pedro Montt y aún más en Internet, con el sueño de legalizar su trabajo, sin los cuales ninguno de nosotros tendría un real acceso a la cultura, -dado su precio, según parece, proporcional a su valor y calidad, de acuerdo a los señores invisibles allá arriba-; los maniqueos partidarios izquierdistas y derechistas, cada cual con su particular forma de rascarse el ombligo y de secretar su caudal económico (en muchas ocasiones, me ha tocado lidiar con dichos seres plagando de folletos las plazas de Valparaíso, y haciendo más mierda esta gran mierda de rebaño de medias tintas); los hombres caritativos, los solidarios de turno, los Don Franciscos trasnochados, con un impulso inconsciente de ayudar tras desastres de todas formas y colores, sin tener ni la más mínima idea de todo lo que hay detrás, (sí, la típica excusa de estos amantes del deber, los he escuchado más de una vez: su servicio incondicional al Estado, a la Patria, su amor a los hombres, su cristianismo, su conveniencia), los punkies con su moda (claro, somos los ingleses de Latinoamérica), que se paran ahí en las farmacias Cruz Verde; todos (y si, más de alguno se me escapa: los pseudo hippies que venden artesanía en las plazas -ejemplos de emprendimiento-, los típicos canutos exegetas de la Palabra, los mormones que más parecen venir por lo pintoresco, por lo fenómeno, por lo híbrido de Chile, que por un real sentido de la vocación religiosa, etc, etc.) todos ellos, y muchos más, tienen algo que los une: su obediencia a su propia ilusión privada ¡vaya ilusión emancipatoria! desear todos y cada uno de los juguetes de la adultez, y las mamaderas del mercado (como si esta fuese la loba romana) para la transición hacia la felicidad que viene del exterior como si viniese del cielo, y que hipoteca así toda la existencia (camino que se pavimenta de deudas, impuestos, buenas intenciones) con la excusa del futuro y la reconciliación. 

Sería mejor que cada uno de ellos pesara a sus ídolos en la balanza de sus posibilidades, al menos medir, sondear esos abismos para luego arrojarse con alguna clase de dimensión o garantía. Ahora bien, quien escribe sobre aquellos últimos hombres, se vuelve asimismo el mecenas de ese absurdo provinciano y, por lo tanto, quien se imagina que todos esos bienes son abismos precisamente porque los desconoce, una nueva clase de fantasma ciudadano, que escribe sobre el valor de todo pero que no adquiere el precio de nada, el de la esquina que secretamente postula a un ideal, a una vivienda, una familia, echando por la borda las palabras que le sirvieran de peldaño a tales fosas de realidad. Los escritores que sean la mancha en esa pintoresca masa. Que todos y cada uno de los personajes de esa provincia pudiese toparse con estos transeúntes pálidos y, en la medida que estos chocasen con el asfalto de su realidad, se abriesen como grietas, a pesar de la sangre de dicho trabajo, a pesar de la tinta de ese vacío. Nada más que bastardos de la posesión, vendedores de la nada. A ellos solo les resta la ficción como garantía de sus oportunidades, de sus elecciones, de sus pasos y hasta de sus cruces.