domingo, 23 de julio de 2017

Se decía de un sujeto que estuvo trabajando más de veinte años en una empresa y que, por abc motivo, hasta cierto punto, inexplicable, injusto a todas luces, fue despedido. Los primeros días de ocio podrían haber significado una catársis, una liberación, pero, pasado el tiempo, venía un ingente sentimiento de culpa, un extrañamiento. Mal que mal, el trabajo del sujeto le había tomado más de la mitad de su vida; era inseparable no tanto de su sueño como de su conciencia. Sentía un vacío que se veía reflejado en una carencia de rutina. Era como si de pronto se soltase a un animal demasiado acostumbrado a un universo pragmático -parafraseando a Aristóteles-. A raíz de la cesantía penitente de este sujeto, recuerdo que se hablaba de otros casos que versaban sobre justamente lo contrario: la angustia no por haber sido despedido de forma arbitraria, sino que por haber creído encontrar un trabajo soñado. Estaba, por el ejemplo, el caso de un sujeto que consiguió una pega única en su especie, luego de haber postulado hasta la saciedad, pasando todas las pruebas y cumpliendo todos los méritos, incluso llegando a renunciar a su anterior trabajo, todo con tal de quedar adentro. Resulta que ese sujeto, cuando ya se disponía a esperar el llamado, el siempre intrigante llamado que solo dilata la agonía de la espera, no tuvo otra opción que llamar él directamente, hasta que su empleador le explicó la mala noticia de que, contra todo pronóstico, había perdido el cupo que le correspondía, puesto que el superior había determinado que otra persona -cercana a él- iba a tomar esa vacante. Resumiendo, la ausencia del trabajo, discutida en aquella conversación desconocida, vista desde dos aristas: una, un tanto kafkiana, en la cual el cesante sufre su cesantía como una cruz, por cuanto la pérdida del trabajo le había arrebatado no tanto el sentido de su vida como la brújula de su dimensión. Y otra, más en la línea de Beckett, en la cual la propia meritocracia del postulante se vuelve contra él, desencadenando una inaudita ley de Murphy. La espera por el trabajo, como la espera por Godot, nunca llegó a realizarse. La libertad del cesante y del eterno postulante -ambos sometidos a su suerte- se escondía bajo el horizonte de la libertad de los otros, sus empleadores. Sin haberlo previsto, finalmente lo único real, lo único que los mantenía con los pies sobre la tierra, era esa frustración, el ocio invicto que resultaba de ella, su oportunidad para resignificar el desconcierto.