En Montedónico, el fin de semana pasado, ocurrió una emboscada. Delincuentes balearon a quemarropa a un hombre que iba en vehículo junto a su familia. El hombre fue llevado de urgencia al Cesfam de Quebrada Verde, pero murió por la gravedad de los disparos. Su madre y la pareja de ella, en cambio, sobrevivieron. Según dicen, los criminales serían integrantes de una banda llamada "Los Enanos". Entre las autoras del tiroteo estaba una mujer apodada "La Negra" junto a su hijo de diecinueve, la misma que, hace unas semanas antes, había incendiado una vivienda vecina en la población.
Sobre Montedónico siempre cayó esa maldición de estar pisando un territorio sin dios ni ley, tomado por el narco y el hampa. Se hablaba mucho sobre la "Calaguala" o "Puertas Negras" como sectores míticos por su peligrosidad, aunque Montedónico marcaba un precedente, allí "donde el diablo perdió el poncho". Cuando supe la noticia, algo me decía que había algo distinto. Algo había ahí que repercutiría en mi pasado y mi presente. Resulta que mi madre también supo del crimen y le llegó de cerca, porque ella había trabajado durante años como trabajadora social en ese barrio. Pero lo más lamentable no era eso, sino que conoció al hombre asesinado a sangre fría. De hecho, fue su caso, lo atendió y lo asesoró.
-Era un buen cabro-, me dijo. -Cuando te llevé a Montedónico, él estuvo a tu lado cuidándote. Al salir de la pega, me hizo una señal afirmativa con el dedo-, comentó, en un recuerdo sentido y doloroso. No lo podía creer. Ese hombre muerto, en el pasado, me había conocido y hasta me había acompañado. Solo tenía un par de años más que yo. ¡Qué tragedia! Es más. Mi madre dijo que hasta conoció a la victimaria: a La Negra, quien siempre tuvo un trato distante. Tanto el hombre como La Negra vivían en el mismo barrio. Lo más terrible es que nunca pudo intuir ese desenlace fatal y sangriento. Se los comió el mal endémico de la zona, la humanidad herida y corroída de Montedónico.
Hago un rápido ejercicio de memoria. Es inútil. No logro recordar nada más que destellos de un barrio idealizado, prístino bajo mi ingenua mirada de niño bien. Nunca me hubiera imaginado, años después, que solo sabría de aquel joven guardián por su asesinato abrupto, sirviendo de titular para el diario La Estrella. Le habían dicho que se fuera, pero nunca hizo caso. Se quedó donde se crío, donde las papas queman y las balas matan. Quienes lo conocieron, sabían que quería un camino honesto. Ese camino le costó la vida entera. Otro rostro que se pierde olvidado, y la memoria vuelve, de nuevo, ensangrentada.