domingo, 8 de julio de 2018

He reflexionado lo siguiente: el riesgo de hacerse de un nombre famoso y exponerse luego a la masa (sea de la forma que sea) es el riesgo de vender a muy alto precio la intimidad y la vida personal. Lo que es de suyo privado y lo público se confunden. Se rompe el tenue límite que dividía ambos mundos antes de lograr reconocimiento. Cualquier acción por nimia que sea se vuelve susceptible de aparecer en boca de todos y convertirse en suceso viral. Cualquier consecuencia de una acción, por ende, figurará en la balanza moral de la doxa mediática. El nombre del sujeto famoso puede en cualquier momento pasar de la máxima gloria a la peor ignominia, merced a la contraargumentación ideológica de turno. El sujeto famoso, así, va calibrando sus pasos y sus palabras como quien avanza sobre un campo minado de prejuicios. Desde el momento que se hizo de un nombre conocido, ya vendió su alma al diablo de la opinión, ya no conocerá del todo la paz, al menos que sacrifique su imagen y su ego para la posteridad. Qué serenidad y qué libertad puede hallarse, en cambio, en el anonimato, pese a su mala fama. En el siempre subvalorado anonimato, llamado mediocridad por los exitistas de siempre. Robert Walser tenía razón. Pessoa tenía razón. La reputación siempre es una carga. Se precisa deshacerse de ella, deshacerse del nombre para realmente ser alguien. "No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo".