jueves, 24 de marzo de 2022

Un par de alumnos de Segundo Medio se agarraron a combos en el colegio. La profesora del curso trató de separarlos, pero fue inútil. Nerviosa, fue a buscar al inspector. Junto a un auxiliar lograron separar a los cabros. Resultó que uno de ellos habría molestado al otro porque a este último le tocó barrer un frasco que botó al suelo. Entonces, el cabro que barría, cabreado, fue a pegarle al que lo molestaba, sin mediar aviso. Los compañeros habrían tratado de intervenir. Sin embargo, nada parecía calmar a este par de cabros enfurecidos.

Conversábamos sobre eso en la sala de profes. La colega a cargo de los cabros dijo que se vio superada. Solo atinó a salir y buscar ayuda, porque apelar a la buena voluntad de los chiquillos del curso sería peor, y podría precipitar una confusión aún mayor. Un colega mencionaba que eso era más común de lo habitual, considerando que el colegio en sí era tranquilo. Otro, discrepaba, señalando que la pelea de los cabros podría ser un síntoma de la vuelta a clases presenciales. Algo anómalo en un contexto de “verdadera normalidad”. Otro colega arguyó que el conflicto reflejaría el clima de polarización social y política que aún vive el país. Yo le dije a este colega que han ocurrido muchos episodios de violencia escolar durante el regreso a clases, y en muy poco tiempo. El mismo día miércoles se reportó el caso de un alumno detenido producto de una pelea entre estudiantes de un liceo de Copiapó. También se supo de una apoderada que apuñaló a un profesor del Liceo comercial de Talcahuano. “¿Qué estará pasando”?, se preguntó aquel colega, insistiendo en la idea de la polarización como posible factor de la violencia. “Si ni entre los adultos, a veces, existe un mínimo de razonabilidad”, continuó diciendo. “Hay veces en que uno dice la palabra paz, y te quedan mirando con cara de sospecha”, remató, antes de salir de la sala. El resto de los colegas quedó en silencio, y siguieron con lo suyo, apenas escuchando.

Al rato, llegó la profesora del curso que fue testigo de la pelea. “¿Cómo estuvo el segundo round?”, le preguntaron. Ella dijo simplemente que nada, que todo estaba más tranquilo, que ya habían llamado a los apoderados. “Armaron su propio Club de la pelea”, comentó un colega, irónico. “Y qué se puede esperar, si ni los apoderados controlan a sus hijos”, dijo otra colega. Siguieron trabajando como si nada, a la espera del próximo timbre, para continuar con el siguiente round. “Si ni entre los adultos, a veces, existe un mínimo de razonabilidad”, volví a repetirme esa frase dicha por aquel colega. La tesis sobre la polarización como detonante habría impuesto su realidad, y habría cobrado carne en la memoria. Como profesores, nos tocaba ser testigos de la violencia, y estábamos llamados a detenerla, por el bien de la educación o, de lo contrario, sufrirla.