jueves, 27 de julio de 2017

Dunkirk


En Dunkirk, la última película de Nolan, sin duda, el sonido, su cualidad envolvente (de la mano de otro maestro, Hanz Zimmer) actúa como el narrador secreto de la historia, la historia de una fuga épica. Nolan incursiona por primera vez en el cine bélico y lo hace recreando la operación Dinamo (1940), en la cual no encontrarán un triunfo inapelable, ni grandes discursos heroicos, sino que solo la crónica de la supervivencia, bajo el vértigo de la tierra a ras del mar y sobrevolando el aire del cielo, los tres elementos de la naturaleza conformando el cuadro dantesco, bajo el cual algunos soldados ingleses y franceses conspiran para sortear la avanzada nazi. Lo verdaderamente único de la cinta es que narra el acontecimiento de los vencidos, su incomprendido orgullo tras palpar la vida al filo de la navaja, su victoria pírrica contra todo pronóstico y expectativa. Dunkirk, en el fondo, resignifica el sentido de la guerra, su concatenación infinita de batallas y treguas. No encumbra ningún acierto militar. No idolatra a ninguno de sus héroes alicaídos. Visualiza más bien un futuro, un escenario en el que los vencidos en masa también pueden conmemorar, con sus bandera rotas, su ilusión y su sangre a cuestas, un día más sobre este extraño mundo, otro día en que se ha burlado a la muerte, al menos en lo que dure la buena racha, porque en la guerra, como en la vida, los vencedores no siempre tendrán la última palabra, (ni el último visionado).



¿Por qué el clásico cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes? Pues porque la analogía con el fotograma de Dunkirk es evidente. No solo en su aspecto visual, sino que semántico. El romanticismo en su sentido más genuino. El solitario caminante en la cima sobre las nubes. El soldado vencido al borde del mar, contemplando la devastación.
Hoy una chica en clases me preguntó si acaso la siguiente frase: "cuando la muerte comience su inventario" servía como un ejemplo de metáfora o de prosopopeya. Me deja con una intriga no tanto saber si es una figura retórica u otra, sino que el origen de ese verso. El cómo llegó ahí. Si lo sacó de algún poema ya existente o si realmente se trata de una de esas creaciones que sorprenden por improvisadas.
Es consabido que Sartre, en 1964, pidió por carta que no le dieran el Nobel de Literatura. El comité del organismo ya había ratificado su victoria, pero este, fiel a su misiva, acabó rechazando el premio, todo con tal de no convertirse "en una institución" y de no exponer a sus lectores a una "presión nada deseable". Lo que se tiende a olvidar es que, ni tonto ni perezoso, Sartre acabó de todas formas reclamando el dinero de la premiación. En suma, quiso ser consecuente a sus principios, pero por debajo igual quería el maldito dinero. No hay traición en esto. Como dice el dicho: la necesidad tiene cara de hereje. No hay nada que obligue a la honestidad y a la corrección absolutas. Así que, recuerden, futuros aspirantes, ganen todos los premios que quieran, pero hagan la de Sartre: inmortalicen una imagen de rebeldía para la opinión pública, y una vez que todos estén demasiado ocupados con ella, cobren el jugoso cheque sin remordimiento.

Chill Out

Hay un pub frente a la plaza O Higgins cerrada, muy cerca del Congreso, calle Almirante Barroso. Se llama Chill Out. Por dentro, un diseño minimalista. Por fuera, la fachada de edificio patrimonial. En inglés, Chill Out significa algo así como relajarse, "enfriar" las pasiones. Pasando hoy por la tarde, un tipo entraba una java. La imagen mental de la cerveza se vaciaba entonces lentamente sobre un vaso imaginario. Hacía, a propósito, un frío del demonio. Desde el fondo acababa un hit noventero, para comenzar a sonar esa mezcla de trance y lounge que haría juego con el concepto del local. Por supuesto que solo la música daba la sensación de vida, porque no había nadie ahí a excepción de un par de sujetos de cuello y corbata, seguramente oficinistas brindando por su hora feliz. De cara a una de las ventanas, se dejaba ver el comienzo de un video de classic project. Salía en eso una mina a fumar. El frío era tal que arrugaba su frente. En el instante en que miraba a otro lado, dejaba de sonar Black Velvet de Alannah Myles. La chica repentina botaba su cigarrillo al suelo, luego de haber hablado por celular, y entraba justo antes del loco de la java. Cerca de la ventana solo se oía retumbar, a lo lejos, la risa de los oficinistas. Adentro el alcohol hacía lo suyo. Afuera la sensación, en cambio, era extraña por opaca. La música del video de Classic project desaparecía lentamente, a medida que se dejaba el lugar y se avanzaba hacia la vereda. El minimalismo del sitio era tan escandaloso como lo iba siendo la soledad de la calle en el transcurso de una cuadra.