jueves, 22 de agosto de 2013

Un jaque invisible





Cuando pensaba en arte contemporáneo, solía establecer dos figuras como casi antagónicas: Picasso y Duchamp, en términos del gesto e implicancias de lo que ellos entendían por la experiencia artística. Y siempre terminaba tomando predilección por Duchamp, el genio invisible, el tao personalizado, la honestidad hecha hombre, el silencio encarnado, (y por consiguiente, su distancia del "arte" entendido como tal para abrazar el ajedrez como juego de la inteligencia), en desmedro de Picasso, que vendría siendo el genio ególatra, un equivalente al avida dollar (máquina de dinero ) del que hablaba Bretón con respecto a Salvador Dalí. Hoy he llegado a la idea de que estas dos figuras actúan como símbolos de potencias artísticas más bien dialécticas: el hambre desmedida de apariencia y la voluntad de desaparición. Dice Vila Matas: "Creo que en mi vida han chocado al menos dos tensiones siempre: afán de alcanzar cierto reconocimiento público de mis trabajos literarios, ser ‘alguien’ en la vida, conviviendo todo esto con una contradictoria pulsión radical hacia la discreción; la necesidad de estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de escribir, pero a la vez la de dejar de hacerlo, y hasta la de olvidarme de mi obra. Todo esto ha guiado mis pasos obsesivamente en los últimos tiempos: esa contradicción entre querer seguir escribiendo y desear dejarlo. Ser el activo Picasso y producir todo el tiempo, pero también ser el inactivo Marcel Duchamp, y prodigarme lo menos posible, y hasta quitarme de en medio –suicidarme o desaparecer". Uno puede intuir y hasta sentir en carne propia esa tensión, en materia de ficción e inclusive como actitud vital: ser siempre la máscara de otro, pero al mismo tiempo abrazar el silencio y la desnudez radical de su ausencia. Pese a ello, creo que uno en todos los casos acaba por inclinarse por un lado de la balanza en desmedro del otro, y es el lado que uno intuye como verdadero, es decir, el del silencio y el de la renuncia honesta, el que permite afirmar que Duchamp gana la partida, sin alarde de un jacque, una jugada invisible: «Les he tirado a la cara el estante de las botellas y el orinal y ahora los admiran por su belleza estética». (Duchamp) Esa es la verdad. Aplicar la navaja de Occam hasta rasgar los velos del ego y la vanidad, de lo superfluo por material hasta dar solo con la médula orgánica, el gesto primigenio, la consigna dadá: crear destruyendo, desparecer en esa creación destructiva, saberse destructible en ese gesto, y saberse renacido por ese gesto (los dadaístas pensaban como orientales) y solo así el mundo puede ser una obra, excéntrica y viva.