viernes, 12 de julio de 2019

A la clase llegan ciertos estudiantes que podríamos llamar fantasmas. Están ahí pero permanecen inadvertidos para el resto del curso. Es más: ni siquiera se molestan en hacerse notar, ni tampoco participan. Como mucho, cumplen con las actividades pa callao. Eso sí, hay fantasmas y fantasmas. Uno de ellos, por ejemplo, se sienta justo al medio de un grupo grande. Mientras ellos conversan y de cuando en cuando participan, él mira fijamente a la pizarra a medida que la clase se va desarrollando. ¿Prestará genuina atención? No se puede saber. Solo se puede tener constancia de su mirada, y de su pinta a lo Kurt Cobain. Su concentración en un solo punto de la clase es tal que produce una mezcla de admiración y depresión. Luego, apenas acaba la clase, se esfuma, desaparece, tal vez se quema para no apagarse lentamente. Otro fantasma se trata de una chica. Podríamos decir que se trata de un fantasma dulce. Se sienta en todo un rincón, detrás de una mini ventana que se forma en la esquina, estratégicamente, para no ser vista. Su silencio es tan enternecedor que apenas perturba; es más, emana una tranquilidad envidiable. Cuando se le consulta sobre el desarrollo de su actividad, responde con un pálido y escueto sí, y una sonrisa corta apenas distinguible del resto de sus facciones. Los compañeros, por supuesto, tampoco advierten su tenue presencia que, merced al tiempo de la clase, se evapora justo al término, a la salida. Un tercer fantasma es aquel chico que una vez, durante un breve apagón de luz, permaneció imperturbable en su puesto, sin importar las circunstancias y las reacciones variopintas de sus compañeros. Nuestro fantasma seguía ahí, haciendo de las suyas, dibujando no sé qué cosa, revisando no se sabe qué video de youtube desde su celular, maquinando no se sabe qué plan secreto, qué testimonio. Simplemente seguía sentado, como si su presencia fuera independiente de la luz y la oscuridad del espacio, hasta que llega el momento decisivo en que el reloj da las 8 y media y se retira lentamente, sin esfumarse como los anteriores fantasmas. Su andar cansino va acorde con el espíritu melancólico de la noche. La cuarta y última fantasma se dispone lo más adelante posible, siempre en el rincón más solitario. A diferencia de sus compañeros fantasmas, sí lo hace de adrede. No quiere saber nada del curso. Se le nota en su rostro siempre parco y serio. Una preocupación la invade, pero tal vez una preocupación incógnita como su presencia allí, una preocupación sin nombre, sin forma pero con sustancia. Con suerte levanta el mentón para advertir su nombre en la lista. Después sigue el resto de la clase absorta en lo que tiene o finge tener que hacer. Su seriedad es tal que no inspira participación. Su propia invisibilidad deliberada llama a no molestarla. De ese modo, llegado el término de la clase, simplemente cumple con los ejercicios, entrega lo que tiene que entregar y se va, sin esfumarse ni tampoco sin paso cansino, sino que a paso normal, siguiendo la corriente de los compañeros materiales que se amontonan junto a la puerta. Ella, por un instante, forma parte de ellos hasta que desaparece en la boca de la calle y no se le ve más hasta la próxima clase. ¿Qué tienen en común todos estos estudiantes fantasmas? Quizá nada más que su presencia ausente, pero como decía Juan Luis Martínez, “el universo es el esfuerzo de un fantasma para convertirse en realidad”. Tal vez, el esfuerzo de cada uno de estos fantasmas por convivir en la realidad de la clase, a su propia manera, sea su propio universo, invisible para el resto, gravitante para ellos mismos.