martes, 14 de julio de 2015

El Boom


En una especie de trato más o menos delirante, sin que nadie acordara nada, cada vez que salimos los fines de semana, yo y B nos reprochamos qué fue lo más absurdo que hicimos por una mujer, qué fue lo más ridículo con el fin de conseguir por lo menos un número, una mirada o una mínima correspondencia. Es en esos momentos que recuerdo al Príncipe de Maquiavelo. Que el fin justifique los medios suena una política deseable, incluso imperativa. Se aplica a la vida tanto como a la pista de baile. Recuerdo también a Nick Hornby en Alta fidelidad, que no podía concebir otra vida ni otra forma de acercarse a los otros que no fuera a través de la música pop. Aplicamos entonces esa premisa con B, y asistimos a locales que nada tienen que ver con nosotros y que, sin embargo, tienen aquella sensación que tanto buscábamos, ese contacto tan salvaje y tan duro con el otro sexo, inaccesible para veinteañeros como nosotros, en lugares, digamos, más acordes a nuestro rango etario, donde todo se vuelve más y más sutil y solo por la apariencia de una mayor educación, de una mayor sofisticación para una cuestión tan primitiva y elemental. 

Cuando salimos de un lugar para entrar a otro aún más bullicioso y repleto, siempre sale a colación el trato. Esta vez, vamos a la concurrida disco, La Cosmonova, en patota con B, A y M. Hay que llegar temprano para poder ingresar gratis por lista. A nos dice, antes de entrar. 

-Cabros, les aviso que si entramos me voy a ir antes-. 

-¿Por qué wn? Ni siquiera entramos a la cosmo y ya piensas en irte-, le comenta B. 

-Lo que pasa perro es que tengo que ir a dejar a una amiga en mi auto a las seis de la mañana. Tengo que cachar qué sucede, ustedes saben-, contesta A, seguro de su jugada. 

-Puta que erí leso, A. Capaz que esta amiga tuya te tenga de uber no más, y no te de la pasada. Perro, mejor cachemos la onda acá, y olvídate, en una de esas hasta enganchas una mina mejor y te coronas-, le dice B a A, a modo de consejo. 

-Chuta, no sé viejo, una cosa no quita la otra. Vacilemos la onda acá y yo después los dejo. Esta noche la hago cabros-, vuelve a decir A, esperanzado. 

-Bueno, A, haz lo que quieras, pero ahora mejor entremos a vacilar, y esa amiga tuya que se espere-, dice B, en la fila, cuando estamos a punto de entrar a la disco. 

B siempre le reprocha a A que es un absurdo servir de uber de las amigas, esperando que así le den la pasada. Se trataría nada más que de una friendzone sobre ruedas. B dice: el tiempo de los caballeros ya pasó. Don Quijote tiene que cederle el paso a Don Juan. Ir a dejar a la mina a su casa cuando ya nada pasa, es más o menos lo que hacen los perdedores cuando ya nada tienen que perder; cuando ese acto, a simple vista caballeroso, se transforma en el último medio para un fin cada vez más lejano, y ven que la hora de la verdad se agota, y no pasa nada, y la chica no da señales, y solo atina a regalarte un adiós, un besito en la mejilla, un chócale, para al otro día quedarte con la sensación de haber desertado del ideal de tu vida, de haber sido expulsado de alguna especie de reino clandestino. 

En la “Cochinova”, como le llama B a la disco, por repletarse de gente perreando, suena el clásico mix de bachata, trap y reggaetón. M se va al baño rápidamente. Con A y B nos adentramos hasta la pista de baile, aún vacía. Al escuchar la música del ambiente, recuerdo la película de los 500 días de Summer, en la que se decía que “no por escuchar la misma música rara, significa que seas su alma gemela". En eso pienso, mientras continúa sonando el mix, rebotando contra el vacío del espacio. Me di cuenta que el juego de la seducción y de la música ligera son negocios equivalentes. Por eso, esta noche tenía que disfrutar la onda, sin tapujos, aunque el sonido de la disco no fuese parte de mi antología predilecta. No por bailar algún ritmo pegado uno va a vender el alma al diablo. Todo va encaminado a desprenderse un rato de las ataduras. 

B, el Virgilio del grupo, por conocer mejor la "movida" del local, nos guía hasta el fondo de la disco, y agarra una mesa para poder beber un rato y esperar a que el lugar se replete. Los cabros se sientan. Voy a comprar una chela a la barra a un costado derecho de la pista de baile. Regreso con la chela y tres vasos de vidrio. Atravieso esa espaciosa pista y, en el camino, alcanzo a divisar a la gente alrededor, todavía replegada en los bordes de la pista, esperando a que sea más tarde para poder comenzar el bailoteo. Llego a la mesa y comienzo a servirle a cada uno. B propone un brindis por la ocasión,y nos dice: 

-Salud cabros, que esta noche sea la noche del Boom-. 

-Salud-, le repito. 

Los tres bebemos un gran sorbo de chela. Nos sentamos, y luego B le dice a A: 

-¿Y, compa? ¿Sigue con la idea esa de llevar a la amiga en uber, a ver si salta la liebre?-. 

-O sea, la voy a dejar y punto, perro. Después vemos que pasa-. 

-No es por ser cargante, pero no te aconsejo hacer eso, viejo. Tai puro perdiendo el tiempo, y tu amiga yo cacho que te utiliza-. 

-Nah, tranqui, si no pasa nada. En todo caso, es mi amiga de hace tiempo-. 

-Pero por eso, no puedes pretender que pase algo, y menos querer comprarla con un viaje en auto-. 

-Ya culiao, ya te escuché, lo tengo claro. Ahora, por favor, hablemos de otro tema-. 

-Uyyy... ya wn, hablemos-. 

Termino de beber un poco de chela, y les digo a A y a B: 

-Cabros, esta tiene que ser la noche. Hoy será el Boom-. 

A me palmea la espalda, y dice: 

-Esa, perrín-. 

B dice, de inmediato. 

-Así me gusta, mi cachorro. Eso sí, la Cochi siempre tiene Boom. Solo hay que ver si podemos disfrutarlo-. 

De ese modo, pasa un poco más de una hora. La pista de baile de la Cosmo comienza a llenarse, pasadas las doce de la noche. Empiezan a llegar minas. Observamos a las que andan en grupos. 

-Perro, esto ya se armó-, dice B. 

-Así veo, caleta de minas wn-, agrega A. 

-Se viene el Boom, cabros-, les digo a A y a B, con suma expectativa. 

Cuando la pista se llena, y hay indicios de que el Boom se va a prender, nos levantamos de la mesa y nos adentramos en el mar de gente para bailar y tratar de enganchar. B, al conocer más la onda de la “Cochi”, consigue una que otra mirada de alguna fémina. 

-Están brutales-, nos dice B, haciendo gestos espontáneos con el rostro, indicando que las mujeres del local están espectaculares. 

B nos guía a través del gentío. De repente, aprovechamos que somos tres, para invitar a un grupo de tres mujeres. Estas nos rechazan, pero seguimos vacilando, y recorriendo la pista con tal de dar con otro grupo. Así se nos fue la noche, rápidamente, de rebote en rebote. Al final, conseguimos uno que otro baile efímero pero intenso, con alguna “cochina”, como dice el amigo B. 

Se trata de jugar con las probabilidades, siempre dice él, tranquilamente. Un baile, un nombre, una mirada breve, un no, un sí, un polvo, a la larga, son resultados que solo debes esperar como consecuencia. No hay que solamente concentrarse en eso, sino que conectarse con la onda. Esas palabras sonarían de parte de alguien experimentado, pero resulta que también hay malas y buenas rachas. En el fondo, los que asisten al Boom tienen tanta expectativa como nosotros, de querer salvaguardar una noche de abundancia dentro de un período de sequía. Pero lo que cambia todo es la conexión, la conexión genuina. Aunque también un buen físico, la fama o una cuenta corriente, podrían hacer la diferencia. Sin embargo, no estamos aquí para tratar de explicar nada. El hecho es que los caminos de la noche son misteriosos, y no podemos esperar a que todo Valparaíso baile al ritmo de nuestra desesperación con el estilo que nos caracteriza. 

Salimos de la disco para ir al bajón de Bellavista. B nos dice: 

-¿Vieron cabros? Tremendo Boom. Miren la hora que es, y esta wea está llena de gente saliendo de la Cochi. Y con las medias perras-. 

-Sí wn, la cagó. Puro material pa la noche, y ahora su bajoncito pa compensar-, le digo a B, mientras me coloco en la enorme fila para comprar en el carrito. El amigo A, en tanto, se tiene que ir a buscar su vehículo, estacionado en la Sotomayor. 

-¿Vas con tu amiga?-, le pregunta B a A, insistiéndole respecto al consejo que le dio horas antes. 

-Sí, perro, pero sin urgirme ni nada. Total, ya se pasó la raja-, le responde A, totalmente seguro de su cometido. 

-Ok perro, vaya no más, tranqui, pero recuerde lo que le dije-, dice B, y le estrecha la mano a A para luego abrazarlo. Yo también hago lo mismo con A, y le digo, “suerte, perro”. 

A se va caminando rumbo a la Sotomayor, por calle Blanco. Se da vuelta por unos instantes, y B le grita a lo lejos: 

-¡Ojalá se apiade!-. 

A, a lo lejos, le hace un hoyudo, en señal de respuesta. 

El Boom ya había terminado para nosotros, y nos encaminamos de regreso a casa, regocijados, como buenos perdedores. A, en cambio, aún abrigaba la ilusión de que el viaje particular con su amiga pueda darle una vuelta de turca a la racha. No pierde la fe, aunque sabemos que se necesita mucho más que fe para salir de la zona de amigos. En todo caso, A nos informaría pronto sobre el resultado de sus movimientos. Queríamos creer en él y en su sentido del orgullo. 

II 

El siguiente piloto que nos acompaña de vez en cuando al Boom es el amigo M, el misántropo. Busca lo mismo que todos los hombres a nuestra edad: afilarse a alguna, pero con un total rechazo a cualquier clase de sentimentalismo. Su alma permanece en completa desconexión con el ambiente, igual que yo, solo que uno finge conectarse y vibrar con esa sarta de ritmos bailables para precipitar el milagro. Él tiene el suficiente poder adquisitivo para llamarse ganador, pero lo niega. Es la actitud del rockero: por más aristócrata que parezca, reniega de ello para desviarse, para transitar un camino poco “popular". Se siente la oveja negra que, sin embargo, puede salir adelante, trasquilando un poco la lana indeseable de los suyos. 

M ha tenido oportunidades claves, me refiero a oportunidades de ligar con minas, pero parece que sigue una especie de moral oscura, un ingente rechazo al compromiso, como yo, incluso más radical. En nuestros tiempos de Media yo era muy parecido, con la ética de la anti parafernalia. Sin embargo, me he dado cuenta que la música es un discurso más, que esa aura de hermética, de intelectual, es otra fachada que puede matizarse con otro ritmo, adquirir otros colores, digamos, más sociables, más llenos de mundo, aunque sin el necio objetivo de adaptarse, sino que para lograr el propósito que ustedes ya conocen. En el fondo, hacemos una apuesta salvaje en un juego al cual habíamos sido invitados demasiado a destiempo. 

Ingresamos junto con B y M a la Cosmonova un día en que Chile estaba jugando la copa América. De nuevo, sale a colación el Príncipe de Maquiavelo. El fin justifica los medios. 

-Cabros, esta noche sí que la hacemos. Hay Boom mundialero. Andan todas las minas sueltas, eufóricas-, señala B, seguro de que el ambiente futbolero nos puede beneficiar. 

-No sé, compita, usted sabe que no entro a estos locales. Es pa puro sufrir-, señala M, el misántropo. A veces siento que mi amigo se comporta como si un Schopenhauer resucitado acompañara a sus amigos a ligar. Hacemos la fila afuera de la disco y entramos, de todas formas, gracias a la lista con la cual tenemos pase libre. 

Dentro de la disco, efectivamente están todos en la onda del Mundial. La pista de baile está adornada con lienzos de colores rojo, azul y blanco. Se ven a muchas chicas con poleras de la selección. Antes de entrar a bailar, vamos a la barra y pedimos unas chelas para cada uno. Luego, nos vamos hacia la pista de nuevo, para entrar a la “cancha”. 

-Ya cabros, empezó el juego-, exclama B, entusiasta, como quien entra a un partido de una final. 

-Tenemos que anotar jaja-, le digo a B, buscando conectar con la energía del lugar. 

M, en cambio, se ve apático, con su vaso de chela en la mano. Nos acompaña para todos lados pero apenas esboza algún gesto. 

-Cambia la cara pos-, le dice B a M, tratando de que conecte con la onda. 

-Nah, si vo sabí que no me gustan estos locales. Además que ver tanta mina rica es como enfermante-, responde M. 

-Jajaja el qlo trágico-, dice B, mientras ríe. 

B ya sabe, al igual que yo, la parada de M ante este tipo de carretes, aunque yo lo comprendo mucho más. De todas formas, M nos sigue y dice que adentrarse a través de la gente y observar a las bellezas del local bailando continúa siendo un suplicio. Avanzamos entre el grupo de gente que baila, y B se encuentra con una mujer, una “milf”con la cual atinó en otro carrete dentro de la Cosmonova. Se saludan, se dan un beso, y B nos dice: -Chao, cabros. De ahí se ven-. Cuando la milf se da vuelta, B hace un gesto con la mano, golpeándose una de las mejillas, en alusión a un desprecio típico de los zorrones cancheros. Se trata de una talla interna que nos hacemos al sacarnos en cara nuestras conquistas. B se va con la milf y se pierde entre el mar de gente. Seguimos avanzando con M, quien luce cada vez más apático. 

-La wea brutal, compadre. No hay por dónde, es demasiado-, habla M en voz alta, debido a la distorsión del ambiente. 

-Puta, calmao viejo, aún queda noche. El otro wn ya se aseguró. Nos queda a nosotros todavía-, le digo a M, alzando la voz con tal de que me escuche. 

Me sigue a través de la marea humana hasta llegar a un espacio un poco más desocupado. Allí encontramos a una chica que baila sola. 

-Dale, anda vo-, me dice M. 

-Ya, calmao, tenemos que entrar de forma disimulada-, le respondo. 

-Yo me resto, compadre. Veré cómo lo haces para inspirarme jaja-, replica M, instándome a sacar a bailar a la chica. 

-Tranquilo, M, si me rechaza, será otra más en la larga lista.-. 

De esta forma, dejo a M solo por un momento y me dirijo hasta la chica. Intuyo que está sola o que su grupo de amigos anda en otro lado de la disco. Entonces me acerco lentamente, bailando al ritmo del remix que no deja de sonar. La chica nota mi proximidad e increíblemente responde de buena manera, continuando su baile sin hacerse a un lado. Tomo coraje, me acerco a ella y le hablo de cerca. 

-¡Hey!-. 

La chica me mira sorprendida y sigue bailando. Me acerco aún más, siguiéndole el ritmo. Comienzo a hablarle. 

-Hola-. 

Me mira fijamente por unos instantes y responde: 

-Hola-. 

-¿Cómo te llamas?-, le pregunto, tratando de decirle al oído para no tener que gritar. 

-Me llamo Ruth-, responde ella, hablando fuerte. 

-Bien, yo me llamo Gabriel-, le estrecho la mano para establecer un contacto. Responde rápidamente mientras continúa su baile bien movido. 

-¿Siempre vienes?-, le pregunto, para continuar la conversación con Ruth. 

Ella responde: -Siempre-. 

En esa, agarro vuelo y me pego a ella. 

-¿En serio?-, le digo, imitando sus movimientos y mirándola a los ojos. Ella mantiene el contacto visual, aunque no sonríe. De pronto, se arrima un poco más hacia mí, y me dice de cerca: 

-Claro... se pasa bien acá-. 

Le sonrío a ver qué pasa, y luego me acerco a ella, y le digo: 

-Yo no vengo seguido, pero cuando vengo, la paso increíble-. 

Mantenemos el contacto visual, seguimos bailando ahora un poco más pegados al sonar un ritmo bachatero. Luego de bailar juntos durante varios minutos, nos separamos y le muestro el vaso de chela para hacer un brindis. Ambos levantamos nuestros vasos y bebemos. Aprovecho de acercarme otro poco a ella, mientras sigue bailando. La agarro de la cintura, y ella me mira al instante fijamente a los ojos, un tanto sorprendida. Intento besarla, pero ella hace la cobra, sutilmente. Entonces la suelto, sin perderle la vista y continúo bailando. Le pido que se acerque. Ella lo hace sigilosa, procurando no perder el ritmo. Así, me acerco y le digo al oído: 

-Te mueves muy bien-. 

Ella me contesta, tranquila: -Gracias-. 

Le pregunto: -¿De dónde eres?-. 

-De acá de Valpo, Playa Ancha-, me contesta- 

-Yo también soy porteño. Vivo en el plan, cerca de acá-. 

-¿Solo?-. 

-Solo, o sea, en pieza-. 

-Dale-. 

Al decir esto, sonreímos brevemente. Bebemos nuestros tragos de manera casi sincronizada. De repente, llega otro par de chicas a hacernos compañía. Se ponen a hablar con Ruth. Me miran con cierta extrañeza. 

-Me tengo que ir, sorry-, dice Ruth. 

-Entiendo, no hay problema-. 

-Anota mi número-. 

Ambos sacamos nuestros celulares, y ella me empieza a dictar su número de teléfono. Lo anoto y luego le hago una perdida para corroborar. Al llegarle, Ruth se despide de mí con un beso, y se va a otro lado de la disco con sus amigas. Había conseguido un número. Para B, eso significa toda una hazaña, considerando la magnitud de la fiesta que se está viviendo. 

En cuanto guardo el celular, me encuentro nuevamente solo al medio de la pista de baile, en el espacio que habíamos ocupado con la Ruth. El resto de la gente continúa más pegada que nunca, conectada con la música al nivel de la saturación. Miro hacia todos lados, y diviso a M caminar adonde me encuentro. Viene acompañado de una chica de pinta metalera. Antes de dirigirme la palabra, le da un gran beso en la boca, que la chica corresponde de forma entusiasta. Me pilla de sorpresa. 

-¿Dónde andabai wn?-, pregunta M, tras besar a la chica. 

-Con la loquita pos, la que viste hace un rato-, le respondo. 

-Ah, muy bien, qué buena- 

-Sí-. 

-¿Y dónde está?-. 

-Viró, pero tengo su número-. 

-Buena master-. 

-¿Y tú qué onda? Preséntame a tu amiga-. 

M deja de abrazar a la chica de pinta metalera, y ella se acerca a mí. Tenía el rostro pálido, un tanto demacrado. Olía a copete. Se veía muy borracha. Me saluda. 

-Hola, amigo-. 

-Hola-, le digo, tímidamente. 

Ella me da un leve beso en la mejilla. Luego, se pone a dar unos pasos erráticos con M, moviéndose sin coordinación, con las manos arriba y alzando la botella de Escudo. Claramente, la loquita anda desatada, como casi todo el mundo a esa hora de la madrugada en la Cosmonova. M de pronto se acerca a mí, y dice: 

-Loco, voy al baño wn. Espérame aquí-. 

-¿Y la loca?-. 

-Chucha, no sé, jaja. Calmao-. 

-Ya-. 

M parte al baño. Pienso que la metalera se puede ir con él. Sin embargo, se queda bailando sola, con esos pasos carentes de ritmo que la caracterizan. Confieso que me pone nervioso al verla moverse de esa forma, tanto así que creo que en cualquier momento se cae o tropieza con alguien de la pista. Entonces, me acerco a ella para tratar de hablarle o, al menos de sostenerla. Al notar mi presencia, ella se controla y me ve con ese rostro pálido suyo, que expresa embotamiento. Me rodea los hombros con sus brazos y comienza a decir. 

-M, no te vayai, quédate-. 

Claramente me estaba confundiendo con M. 

-No, amiga, yo no soy M-. 

-¿Y quién eri?-, pregunta ella. 

-Un amigo suyo, me llamo Gabriel-. 

-Ah ya jaja, dale. Sorry... Hola-. 

Estrecha la mano de forma muy brusca, y me mira con una sonrisa un tanto forzada. Le agarro la mano en señal de saludo. Luego, sigue bebiendo su Escudo. Algo en ella me parece familiar. De ese modo, recuerdo haberla visto en otro carrete pasado, también acá en la Cosmonova. Aquella vez se arrimó a nosotros porque, según la sapiencia carretera de B, sus amigas andaban con sus novios y ella no quería ser menos. Sin embargo, esta vez, la chica metalera anda sola, completamente borracha, con lo cual cambia toda la disposición. La chica metalera, incomprendida como ella sola, tiene un momento de lucidez, se acerca hacia mí para hablar, con todo el remix bailable en el ambiente. y me dice algo al oído 

-¿Y tú qué haces en un lugar como este?-. 

La metalera me saca toda la película con solo verme y escucharme. Yo no pertenezco a la Cosmonova, es cierto. Y ella tampoco. Más que la respuesta a su pregunta, fue su forma de decirlo, ese sexto sentido para adivinar el posible grado de conexión entre nosotros, porque, en el fondo, quienes escuchan la misma música se conocen sin conocerse. Le respondo: 

-Solo me divierto con amigos-. 

Respuesta oportuna, a mi juicio, en un momento que no admitía digresiones ni reflexiones sobre una fiesta de fin de semana. Ella entonces asiente, con la mirada un tanto perdida, y hace un salud con su botella de Escudo casi vacía. En eso, vuelve M del baño, y toca por la espalda a la metalera, quien lo abraza repentinamente. Cuando eso sucede, M me sonríe algo sorprendido. Yo le guiño el ojo en señal de aprobación. 

Al rato, la metalera se despide de nosotros y se pierde entre el mar de gente. Esa clase de instancias, de pequeñas conquistas, son las que le dan cierto matiz al simple vacile, porque no se trata solo de alimentar el ego, porque la noche se vuelve demasiado grande y generosa y la diversión alcanza para todos. 

Salimos de la Cosmonova con M, al constatar que ya no queda nada por hacer y que ya hemos tenido suficiente. La pista de baile estaba en pleno apogeo del Boom, pero nosotros ya habíamos cumplido la cuota. Nos vamos a pie rumbo a mi casa. En aquel momento, llueve a cántaros. Nosotros habíamos venido sin nada que abrigarnos, pero nuestros cuerpos están lo suficientemente aclimatados como para aguantar el frío y la tempestad. 

En el camino, nos pegamos un verdadero pique bajo la lluvia. Avanzamos desde Errázuriz hasta la Avenida Francia, totalmente expuestos. A la altura de Calle Colón con Francia, M dice: 

-¿Sabes? Yo creo que lo pasamos la raja-. 

-Uff, estoy de acuerdo, compadre. Su número y su bailoteo bien pegado. Ahora al sobre y a dormir-, le replico. 

La lluvia se hace más intensa. Apuramos el paso con M. 

-Conchetumadre-, exclamo, -se largó con tuti, corramos-. 

-Tranquilo, hombre. Falta poco, caminemos no más-, dice M, muy sereno. 

-Siente la lluvia, loco. Siéntela. Ayuda a purificar el alma-, vuelve a decir, con una frase que hasta el día de hoy recordamos como un verdadero momento de purificación, luego de una jornada de fracasos y de excesos. No tanto como una purga por haber entrado y vacilado en aquella disco, sino que a modo de remate para una noche gloriosa, en un sentido demasiado personal. Porque siempre importa ganar, pero, sobre todo, hay que divertirse, bañarse de júbilo, a pesar de que todo se vuelva absurdo, y el Boom continúe, sin nosotros.